La buena vecindad determinará el curso presente y futuro de las relaciones bilaterales con Haití y probablemente la calidez de nuestros nexos con organismos hemisféricos. Pero ese estadio de relación óptima entre dos naciones no depende solo de la actitud de una de ellas.
Los gobiernos haitianos han mantenido una actitud muy hostil hacia la República Dominicana y esto no ayuda a sus nacionales, miles de los cuales han sido favorecidos con el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros en situación de ilegalidad. Sus acusaciones han encontrado eco en organismos internacionales, muy activos en sus críticas al país, que nos atribuyen intenciones xenofóbicas, como la presunción de promover deportaciones masivas indiscriminadas. Lo cierto es que nuestros gobiernos, este y lo anteriores, dilataron las repatriaciones, flexibilizaron sus planes en interés de evitar un conflicto que Haití no parece tan interesado en evitar.
Por ejemplo, las autoridades vecinas han planteado que no admitirán a descendientes de haitianos nacidos en el territorio dominicano. Ese desafío plantea una inevitable confrontación, porque diariamente, y así lo admitió uno de sus embajadores en el país, decenas de parturientas dan a luz en hospitales dominicanos, la mayoría de ellas después de cruzar hacia este lado de la frontera con ese propósito. Tal actitud podría obligar al cierre de los puestos fronterizos para impedirle la entrada a miles de mujeres embarazadas necesitadas de un servicio de salud que no encuentran en su tierra. Los gobiernos dominicanos han limitado las repatriaciones limitándolas a esporádicas deportaciones, como un gesto de buena voluntad que no ha sido reciprocado por el vecino.
El país no debe renunciar a su derecho de trazar políticas migratorias conforme a sus intereses más legítimos.