El creciente deterioro de nuestras ciudades y en especial el que se observa en el entorno turístico es incomprensible. Nada lo justifica. El argumento de la escasez de recursos es sólo una excusa. Quienes han tenido la oportunidad de conocer o visitar otras ciudades en el exterior saben que lo nuestro es simplemente una cuestión de descuido, dejadez y falta de voluntad para atender las urgencias.
Dinero hay de sobra y se gasta aquí a granel. La basura se encuentra por doquier y las áreas verdes están repletas de desperdicios y restos de utensilios plásticos, cuyo proceso de degradación dura décadas con efectos nocivos sobre el medio ambiente.
La situación es hija de las malas escogencias electorales. Elegimos alcaldes y congresistas que no se ocupan de sus comunidades y tienen por lo regular prioridades muy distintas a las realidades existentes. En cuatro años tendremos nuevamente elecciones y con ellas se renovarán los viejos vicios y las malas prácticas administrativas que asfixian nuestras ciudades, pueblos y aldeas. El juego político está diseñado para perpetuar esas prácticas y preservar los irritantes privilegios que la clase política se asigna a sí misma.
La mala calidad de la educación es el instrumento que hace esa perpetuación posible. Si los electores dominicanos fuéramos más conscientes de nuestras obligaciones ciudadanas, cosa sólo posible al través de un mejoramiento de la calidad del sistema educativo—ciudadanos más educados mejores ciudadanos y más conscientes de sus deberes y derechos—se escogieran a personas más capaces para el desempeño de funciones públicas, y los partidos no tendrían más remedio que seleccionar cuidadosamente a sus candidatos. Contrario a la lógica elemental, en lugar de avanzar con cada proceso electoral retrocedemos en materia institucional. Es preciso pues valorar la importancia del voto. l