Fue Gaby, la mayor de mis dos nietas, la que me advirtió que el mundo estaba cambiando y que el futuro sería de ellos. Tenía apenas casi tres años y hacen ya unos 18 de esa experiencia aleccionadora. Mi hija Lara y su esposo Luis habían decidido regresar al país seis años después de haberse casados. Gaby tenía entonces poco más de un año y Andrea, su hermanita, nacería unos cuatro años después. Como una de esas tantas cosas que parecen estúpidas propias de los abuelos, se me ocurrió regalarle un par de películas de la Pequeña Lulú. La idea surgió cuando me percaté que los dibujos del personaje que le pintaba le encantaban y la hacían saltar de gozo en la cama.
No pueden imaginarse cuanto me costó conseguirle los vídeos. No había en tiendas de juguetes nada que se le pareciera y en las de películas tampoco había en existencia. Pero un amigo vale más que un peso y el dueño de una tienda de alquiler de películas prometió ayudarme. La espera fue larga pero no estéril y varias semanas después me llamó para entregármelas.
Esa tarde llegué a la casa con entusiasmo y solo tuve que esperar que bañaran a la niña y comiera, mientras yo hacía otro tanto. Cuando llegó la hora le hablé sobre lo prometido y ella asintió con una amplia sonrisa. Se acomodó en la cama frente al mueble con el televisor y el aparato de vídeo, coloqué la película y comencé a apretar botones. Nada de imágenes. Mi impaciencia fue creciendo mientras Gaby me observaba en silencio. Apagué el aparato y volví a encenderlo; apreté unos cuantos botones del control remoto sin mejores resultados.
Gaby dio una ligera palmada sobre la cama para llamar mi atención y con un tono de comprensión, me dijo pausadamente algo que nunca olvidaré: ¡Abuelo…, dale a play! Y de pronto la imagen cubrió todo lo ancho de la pantalla del televisor.