El 9 de febrero de 1978, escribí en El Caribe que “ni la arrogancia y elocuencia, justo es admitirlo, de su director general Amadou Mthar M. Bow, habían podido ocultar la terrible evidencia de que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), se había rendido a un poder político.
M’Bow, que el día anterior finalizó una visita oficial a la República Dominicana, se valió de un artificio verbal para alegar que las fundadas críticas a esa organización por sus iniciativas a favor de la imposición de controles contra los medios independientes de prensa, estaban basadas en mentiras y suposiciones.
Aseguró enfática y violentamente que la UNESCO no juzgaba a los gobiernos. El señor M’Bow sabía que mentía cuando, exaltado, respondió así a una pregunta mía, hecha a nombre de El Caribe, en la accidentada conferencia de prensa que ofreció el día antes de su partida en un hotel de Santo Domingo.
Su respuesta fue a propósito de una pregunta respecto a Israel y la UNESCO. Le pregunté las razones por las cuales si la entidad no juzgaba a los gobiernos y actuaba bajo principios, como él afirmó, se había accedido a la expulsión de Israel, cuando lo que debí haberle inquirido es por qué se excluyó al estado judío durante dos años de los grupos regionales lógicos que le correspondían.
La cortesía elemental imponía que el señor M’Bow me hubiera aclarado que no se trataba de una expulsión sino de una exclusión, pero evidentemente para los fines de que se trataba, habría constituido una tácita alusión de que UNESCO respondía, en algunas áreas y bajo determinadas circunstancias, a presiones de orden político.
Israel estuvo marginada de la UNESCO, por exclusivas razones políticas, entre 1974 y el 22 de noviembre de 1976, fecha en que fue admitida como miembro de pleno derecho en el grupo regional europeo, en la conferencia celebrada en Nairobi.
Esta admisión fue hecha a pesar de la resistencia de la Unión Soviética que alegó que Israel no pertenecía ni histórica ni geográficamente a esa región. Lo cierto es que la acción fue adoptada por las naciones occidentales del viejo continente, temerosas de que la discriminación que involucró la marginación israelí pudiera resultar en una disminución de las millonarias aportaciones de Estados Unidos, que proporcionaba una cuarta parte del presupuesto de la entidad. Para la fecha en que se permitió a los judíos volver a UNESCO, el gobierno norteamericano había retenido el pago de alrededor de 40 millones de dólares al organismo.
En 1974, la UNESCO retiró la asistencia a Israel para proyectos educativos, científicos y culturales, tras aprobar una resolución árabe condenando al gobierno de Jerusalén por las excavaciones arqueológicas que, según los musulmanes, afectaban el carácter histórico de la Ciudad Santa.
No sólo se juzgó a un gobierno y se adoptaron medidas contra una nación en UNESCO en esa oportunidad, sino que se impidió a Israel invocar alegatos en su defensa y probarlos sobre el terreno.
Cuando se debatió el tema, los israelíes negaron que las excavaciones, que se realizaban en torno al sagrado Muro de las Lamentaciones, en la zona occidental del Monte Moria, en el viejo Jerusalén, tuvieran por objeto modificar la estructura del lugar, dañando los lugares sagrados del Islam que allí existen.
Dos años después, cuando el 18 de noviembre de 1976, los árabes lograron que se aprobara otra resolución de condena al “sionismo” por su política en el campo de la educación en los territorios ocupados, en el seno de la UNESCO, durante la conferencia de Nairobi, Israel accedió a que una comisión investigadora determinara los hechos sobre el terreno.
La resolución fue aprobada, sin embargo, antes de que se iniciara la investigación. A causa de ello, el delegado judío dijo: “Parece ahora que los países árabes están más interesados en la condena política que en la situación educacional de la población de los territorios (ocupados por Israel)”.
El señor M’Bow sabía mejor que nadie, porque él aceptó como un hecho esa situación, que Israel procuró su admisión en el grupo regional europeo de la UNESCO, que incluye a Estados Unidos y Canadá, sólo porque la oposición política de los árabes y algunas naciones africanas, impidieron su inclusión en los grupos en que lógicamente, por razones culturales, históricas y geográficas, debió haber participado.
Si eso no era discriminación, si eso no era juzgar a un gobierno en base a un criterio político, entonces el señor M’Bow debería decirnos de qué se trataba.
Las agencias internacionales
El 20 de febrero de 1978, el director del Listín Diario, Rafael Herrera, dijo que así como los periodistas libres podrían convertirse por efecto de las presiones, en “una especie en extinción”, los corresponsales extranjeros estábamos siendo víctimas de una campaña de calumnias y descrédito en muchas partes del mundo.
A diferencia de otros países, en la República Dominicana, afortunadamente, esa campaña no era alentada desde las alturas del poder. Esto nos libraba de las amenazas físicas. Pero no de las calumnias. En los meses anteriores había leído y escuchado toda clase de diatribas imaginables sobre los propósitos que, según esos detractores, inspiraban la política informativa de las agencias internacionales, en mi caso la United Press Internacional, Inc. (UPI), de la que era corresponsal gerente para la República Dominicana desde 1969.
Se acusaba a los corresponsales de ser agentes imperialistas y personeros del gobierno, y hasta de militantes comunistas, de acuerdo con el sector de donde proviniera el ataque. Ahora se utilizaba una mentira.
En su sección Una Columna, firmada por la redacción, en la edición del 19 de febrero del vespertino La Noticia se afirmaba lo siguiente: “Tal vez por algún tipo de acuerdo secreto, desde 1961 los corresponsales de AP (The Associated Press) y UPI en el país son periodistas que también trabajen para El Caribe. Se exceptúa el tiempo que duró el conflicto bélico de 1965, cuando fue designado, transitoriamente, un periodista del Listín Diario”.
“No hay que ser un lince para sospechar que, en vista de esa vinculación, tales corresponsales sólo transmiten las noticias y los comentarios como los interpreta El Caribe. En ocasiones los despachos noticiosos no son otra cosa que una burda repetición de lo publicado por el matutino de la autopista Duarte. Entonces cuando El Caribe se ve en algún conflicto con empresas similares o con otro tipo de agrupaciones, lo que sale mayormente al exterior es lo que conviene a ese periódico. De manera que los tentáculos cariberos se expanden por todo el mundo casi siempre unilateralmente (?) y eso no es otra cosa que desinformar a los clientes de AP y UPI. Tal vez en el caso exista complicidad inadvertida pero esto es algo que sólo pueden aclarar las oficinas centrales de ambas agencias noticiosas en Nueva York”.
Le escribí al autor de esa columna que podía repetir su queja a mis superiores al 220 East 42nd Street, en Nueva York, N.Y. 10017, y lograr que esa irregularidad objeto de su atención terminara.
Como el periodista independiente que era y soy, nadie había tocado tan profundamente mi orgullo personal y profesional. Era verdad que me oponía a los proyectos de colegiación que tan ardorosamente ese diario defendía, pero ello no me hacía merecedor de un insulto.
La gente de La Noticia sabía muy bien, pues su director Silvio Herasme, fue corresponsal de la agencia durante la época en que 42,000 marinos norteamericanos pisoteaban nuestra soberanía, que no existía ningún acuerdo secreto entre El Caribe y las agencias norteamericanas para dar al primero el derecho a designar los corresponsales de éstas en la República Dominicana. Creo que La Noticia sobreestimaba el poder del diario.
El vespertino sabía también que no ha sido únicamente durante el tiempo que duró el conflicto bélico del 1965, la única época en que un corresponsal de UPI no ha pertenecido a El Caribe. Yo mismo soy otro ejemplo. Ingresé en la agencia el 16 de agosto de 1969 siendo miembro del personal de redacción del Listín Diario en sustitución del señor Álvaro Arvelo, que entonces servía preci- samente a El Caribe.
Entré a la redacción de El Caribe en abril de 1973, cuatro años después de haber sido contratado por UPI, y no precisamente por mis méritos como corresponsal. Creía que era tiempo de que los periodistas inspiraran por lo menos el respeto de sus colegas, no importa cuán distante ideológicamente se encontraran.
Pretender que la política informativa de las agencias internacionales norteamericanas estuviera regida por la conveniencia de uno de sus abonados en el país, no era una ofensa a El Caribe, como creo era la intención del comentario. Era una ofensa gratuita a los que laborabamos para esas agencias y todos esos dignos y honrados periodistas que en el pasado lo fueron, como el señor Radhamés V. Gómez Pepín, columnista de La Noticia, que por años había sido un magnífico representante de la AP.
No podía responder por todos los corresponsales que en el país habían servido a las agencias norteamericanas. Pero le escribí diciendo que al igual que yo, cuando le tocó su turno en 1965, Silvio Herasme, director de La Noticia, fue un corresponsal libre de esa clase de influencia. Y lo decía en serio, porque sabía de su entereza profesional.