El de la supervivencia es el más elemental de los instintos: la vida arranca con la concepción, se desarrolla en el vientre de la madre y de ahí, se expulsa a la realidad para comenzar la historia humana. Es un impulso natural e intuitivo aferrarse a ella, aunque se aparente indiferencia y que no se tema perderla.
Ese camino insondable y, si se quiere, indeterminado que es la muerte, justo por desconocido, no todos quisieran transitarlo y es lo que nos mantiene firmes en esta dimensión terrenal para seguir luchando, mientras las religiones nos prometen eternidad, como consuelo del más allá. Entonces ¿por qué con tanta ligereza se persigue erradicar a los sectores más vulnerables del planeta? A los ancianos, porque se considera que ya cumplieron su ciclo vital, sólo generan gastos de salud y representan una carga, se les plantea la eutanasia, si acaso se enferman; a los que aún no han nacido, por las circunstancias nefastas en que fueron engendrados, se les suprime el derecho de existir, como si fueran culpables de un delito que no cometieron.
Cualquier discusión, desde la que se produce por un parqueo o por un ruido ensordecedor del vecino, puede desencadenar en un trágico desenlace. Las ambiciones hacen querer desaparecer al contrincante, literalmente, para que no obstaculice los planes particulares, con un simple encargo para quitarlo del medio. A la mujer que aspira liberarse del yugo de una relación violenta e insana que le está perturbando la existencia, también se le elimina por haber tenido la valentía (o el atrevimiento, dirían algunos) en decir “ya no más”. Las armas, concebidas para defender la vida y protección personal, se han convertido en instrumentos de muerte ante la más mínima provocación, llevando luto a tantos hogares.
Los desaprensivos que circulan a una alta velocidad sin el menor reparo de los demás, utilizan la carrocería de su automóvil como medio mortífero para todo el que se le atraviese. El médico inescrupuloso no tiene reparos en conducirse con temeridad, aunque se lleve de encuentro la vida del paciente, siempre que se lo permita la recompensa.
¿Cuánto vale una vida, si la hemos convertido en moneda de intercambio? ¿Es nuestro nivel de insensibilidad tal, que estamos cambiando la muerte por un número estadístico, sin importar de quién se trate? ¿O sólo duele cuando toca los linderos cercanos de algún familiar o un amigo? Tan compleja que es la formación de un nuevo ser por un maravilloso proceso de cromosomas que solo los científicos entienden y tan fácil que está resultando últimamente ponerle fin.