La suspensión de las elecciones municipales el pasado domingo 16 de febrero puso nueva vez al desnudo el estado de las instituciones en el país. El evento no retrotrajo a la década de los ochenta y primera mitad de los noventa cuando las crisis electorales y políticas eran comunes.
A pesar de que en todas las elecciones han ocurridos irregularidades y trampas, en ningún caso invalidaron o deslegitimaron los resultados nacionales. Ni siquiera lo hicieron en 2016 cuando en varios municipios importantes ocurrieron graves anomalías. La percepción general era que, en lo fundamental, los traumas electorales y las prácticas fraudulentas generalizadas habían sido superadas. Por ello, lo que pasó ese domingo, despertó a muchos.
Crisis de credibilidad
Lo más evidente es que la Junta Central Electoral (JCE) mostró unos niveles de negligencia e incompetencia que pocos sospechaban. Esto es así incluso si hubo una acción deliberada y delictuosa por parte de actores externos a ella. Por la forma en que fue electa, estaba claro, desde el principio, que esa junta no era del todo independiente. A pesar de eso, se albergaba la esperanza de que podía organizar unos comicios razonablemente buenos.
Aunque, frente a las graves irregularidades que estaba presentando el voto automatizado, la decisión de la junta de suspender las elecciones fue la más sensata, la crisis de credibilidad ya estaba servida. Tomar, de forma casi inmediata, la decisión de convocar a nuevas elecciones para el 15 de marzo y de eliminar la opción del voto electrónico, también fue un paso adecuado porque calmó las ansiedades en ese frente. Sin embargo, la inconformidad, la indignación y la desconfianza siguen muy presentes y explican el intenso nivel de movilización y las acciones de protesta que se han escenificado en los principales centros urbanos del país. Por ello, no hay seguridad todavía de que la crisis electoral no se transforme en una crisis política de mayor envergadura.
En ese contexto, dotar a los dos procesos electorales en curso de la credibilidad necesaria como para que sus resultados no sean mortalmente cuestionados requerirá que la JCE tome prestada la credibilidad de otros. Esto supone hacerse acompañar de actores civiles nacionales e internacionales incuestionables. También requerirá de un seguimiento y un escrutinio público intenso, lo cual demanda de mayores niveles de transparencia.
Pero, además, todo el mundo está de acuerdo en que hay que investigar lo que pasó y deslindar responsabilidades. El grave problema es que no parece haber actores nacionales con la credibilidad suficiente para hacer esto. La Procuraduría General de la República (PGR), con responsabilidad de investigar y perseguir delitos, es un organismo completamente desacreditado y políticamente muy subordinado. La Policía Nacional no es la entidad competente para conducir una investigación de este tipo, sino que es una institución auxiliar, y tampoco es independiente. Por último, la JCE es sujeto de investigación por lo que no puede ser juez y parte y esa no es su función.
Consciente de los riesgos políticas de lo anterior, el Gobierno dominicano ha decidido invitar a la Organización de Estados Americanos (OEA), acompañada de otras instituciones internacionales como la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES) y la Unión Interamericana de Organismos Electorales (UNIORE) a realizar una auditoría-investigación sobre lo que pasó con el sistema de votación que obligó a suspender la votación.
El problema de fondo
Todo lo anterior se refiere a la cuestión de la gestión de la crisis electoral que supuso el fracaso del voto automatizado y la suspensión de las elecciones. Sin embargo, esta crisis es un reflejo de un problema más profundo que tiene que ver con la calidad de la política y de sus actores, con las prácticas que prevalecen y con los enormes desbalances de poder y el desempoderamiento de la mayoría.
La meta de alcanzar o retener el poder se ha superpuesto a la legitimidad del triunfo político, hacer uso de los recursos públicos para provecho propio y para perpetuarse en el poder se ha hecho más importante, desde hace mucho tiempo, que proveer servicios públicos de calidad, y comprar el favor electoral se ha convertido en una práctica evidente y continua. Quienes tienen poder lo usan para acceder de forma ilegal e ilegítima a los recursos públicos (del Gobierno Central y de los gobiernos locales) para financiar sus proyectos político-electorales, para imponer las reglas del juego político y electoral y designar sus árbitros, aún contra la opinión de muchos otros actores políticos y civiles.
Las implicaciones económicas
Las implicaciones económicas de este ejercicio de la política y el poder y del tipo de instituciones que se construyen alrededor de él son severas. A largo plazo se expresan de muchas maneras. Por ejemplo, la excesiva concentración del poder hace que las regulaciones y las políticas económicas tiendan a favorecer de forma desmedida a unos pocos, perpetuando y profundizando la desigualdad.
Por otro lado, la alta discrecionalidad, la corrupción, la fragilidad de las instituciones y la latente inestabilidad social ahuyentan las inversiones de más calidad y de más largo plazo e inclinan la balanza a favor de inversiones furtivas, de retornos altos y rápidos y que poco contribuyen a transformar de forma positiva el aparato productivo. Parte de esto se refleja en lo que se conoce como riesgo-país que es la sobretasa que tiene que pagar el país para financiarse en los mercados internacionales y que se deriva del riesgo de incumplimiento.
Cuan intensas puedan ser las implicaciones económicas inmediatas de esta crisis depende de si ella se convierte en crisis política o si, por el contrario, logra ser contenida. Está claro, sin embargo, que la crisis puede reflejarse en cuatro aspectos económicos principales.
Inversión y crecimiento
La crisis afectaría la inversión privada y con ella el nivel de actividad económica. Como pasó en el segundo trimestre de 2019, es altamente probable que, debido a la incertidumbre política, las decisiones de inversión se pospongan. Eso se traduciría en una reducción de la demanda en la economía, arrastrando con ello a la producción. Esto incluye la inversión extranjera. Su desaceleración, además, reduce los ingresos de divisas.
El crecimiento, que se había recuperado en el último trimestre del año pasado luego de un período de desempeño mediocre, podría declinar nuevamente. Como resultado, el mercado de trabajo se resentiría. Las tasas de desocupación que, después de aumentar hacia mediados de año, habían vuelto a reducirse en el último trimestre, podrían retomar su trayectoria al alza.
La desaceleración del crecimiento también impactaría negativamente a las recaudaciones tributarias, tanto por la vía de una reducción en las importaciones como por efecto de una menor actividad en el mercado doméstico. Esto acrecentaría el déficit fiscal y podría aumentar la demanda de financiamiento del gobierno, como pasó en 2019.
Además, en un escenario como ese, la política monetaria tiene poco espacio para hacer la diferencia. En el pasado reciente, ayudó en la recuperación, pero, frente a la incertidumbre, su aporte sería, en verdad, moderado.
Percepción de riesgo y tasas de interés
Otro de los efectos que podría tener es que la percepción de riesgo del país crecería y aumentarían los tipos de interés que el país paga por la nueva deuda que vaya a contratar.
Desde ese punto de vista, fue afortunado que el Ministerio de Hacienda haya colocado bonos soberanos por 2,500 millones antes de las elecciones de febrero. Eso significa que no habrá impactos inmediatos, pero puede afectar en el futuro. La carga de los intereses de la deuda pública es ya muy elevada y sería una mala noticia que vaya a crecer en los próximos años como resultado de un aumento de las tasas.
Dolarización de activos y presión sobre el mercado cambiario
Un tercer efecto sería sobre el mercado cambiario. Como es previsible, la incertidumbre haría que personas y empresas dolaricen una parte de sus activos líquidos. Eso generaría una presión sobre el mercado cambiario y posiblemente una tendencia devaluatoria más acelerada de lo esperable, la cual podría autoreforzarse si los temores devaluatorios se generalizan.
Hay que reconocer que el Banco Central se encuentra en una sólida posición de reservas para enfrentar presiones devaluatorias. Entre noviembre y enero las reservas crecieron en más de 3 mil millones de dólares, alcanzando más de 10,400 millones de dólares, una cifra récord en la historia de esa institución. Toda la evidencia apunta a que, desde finales del año pasado, esa institución venía apertrechándose de reservas, en preparación para una situación de fuerte presión cambiaria, presumiblemente derivada de fuerte incremento del gasto público en el contexto electoral.
Sin embargo, una cosa es enfrentar un aumento de demanda de divisas para importar y otra por miedo e incertidumbre. Sólo un accionar político preventivo efectivo contendría ésta última.
Impacto fiscal directo
Un cuarto efecto es, obviamente el fiscal. El gobierno se verá obligado a pagar, nueva vez, por todos los gastos directos en que incurrió la JCE para organizar las votaciones del 16 de febrero. Esto incluye imprimir, según informó la prensa, más de 8 millones de boletas electorales, cinco millones de boletas más que las impresas para las votaciones de ese día, y los costos de movilizar a las personas responsables de organizar el proceso de votación en los colegios electorales, y los gastos de actividades relacionadas.
Además, la JCE convino con los partidos, adelantar los desembolsos previstos para sus gastos electorales. No está claro si habrá demanda de los partidos por más recursos y si esta sería satisfecha.
Por último, hay un costo irrecuperable en lo inmediato y es el gasto en equipamiento, softwares, personal y servicios para el voto electrónico. Sólo se podrá recuperar una parte, si al equipo usado se le puede dar un uso alternativo.
No obstante, en términos macrofiscales, estas cifras son relativamente modestas y no deben generar riesgos macroeconómicos importantes porque aunque incrementen el déficit fiscal, lo harían de una forma modesta.