La igualdad ha sido siempre mal entendida para favorecer a una de las partes, generalmente la que se considera más débil y desprovista de protección. Pocas veces se colocan en una balanza ambos intereses de manera equitativa para que se mantenga el mismo nivel y no haya inclinaciones hacia uno u otro de los lados, ya que esa igualdad debería ser un camino simétrico de doble vía que como se va, se vuelva.
Si la liberación femenina nos llevó a poder acceder a mejores ofertas laborales e ingresos, que también nos conduzca a que sean mayores los aportes nuestros en la economía del hogar. Que cada cual contribuya con la manutención de los hijos, en la proporción de sus posibilidades, porque fueron procreados por los dos y la responsabilidad es compartida.
Si se está objetando la poca participación de las mujeres en los lugares de trabajo o en la política, que nos elijan por nuestro talento y preparación, no por pena, guardar las apariencias, cara bonita o para llenar una cuota. Lo que es realmente relevante es que llegue el día en que poco importe que el superior tenga falda o pantalones porque su capacidad superará cualquier disquisición de esa especie en que el género sea indiferente; que nos prefieran por ser las mejores, no por ser mujeres.
La lucha por la unidad debería estar centrada en que nadie tenga que arrepentirse de haber elegido a una mujer para una determinada posición y que ella no haga de su género una justificación para sus errores, debilidades o inconsistencias. Se es humano, antes que mujer.
Que, si en la ley de divorcio se protege a la mujer con la hipoteca legal de la mujer casada, la pensión ad litem y las publicaciones en el periódico para alertarla de un procedimiento por domicilio desconocido, en la misma medida pueda el hombre disfrutar de esas facultades en un plano de equilibrio porque también puede ser defraudado en sus derechos. No se puede pretender tener lo mejor de los dos mundos. Liberada, para hacer lo que se me plazca, sin darle explicaciones a nadie y a mis expensas y subyugada, para que me mantengan, me paguen las cuentas, me abran la puerta y atiendan todos mis caprichos. En principio, todos somos iguales ante la ley, pero parece que unos somos más iguales que otros.