“Chile le mostró al mundo la ruta de entrada al neoliberalismo y
ahora nos va a tocar también mostrarle al mundo la ruta de salida”
Fernándo Atria
Cuando escuchamos esas palabras de Fernando Atria, abogado constituyente del 2021-2022 en Chile, no sabíamos si optar por sentirnos más cerquita del cielo o asumir la expresión como otra muestra de la arrogancia del “liberal reformismo”. Las terribles derrotas políticas electorales sufridas por el liberal reformismo –mejor conocido como progresismo- son consecuencia directa de los dos adjetivos que titulan esta nota. No se puede olvidar el rol de las llamadas políticas identitarias en estos resultados ni pretender abordar asuntos políticos recurriendo a la ética desde presuntas superioridades morales.
Hace ya muchos años que el tema de las identidades fue abordado en una conferencia de 1996 por Eric Hobsbawm quien planteaba que “en primer lugar, las identidades colectivas se definen negativamente; es decir, contra otros. ‘Nosotros’ nos reconocemos como ‘nosotros’ porque somos diferentes a ‘ellos’. De lo anterior se desprende que, en la vida real, las identidades, al igual que la ropa, no son únicas ni están, por así decirlo, pegadas al cuerpo, sino que se pueden intercambiar o llevar puestas combinándolas de modos diversos.
Pero la política de la identidad asume que de entre las diversas identidades que todos tenemos solo una es la que determina, o por lo menos domina, nuestra acción política: ser mujer, si se es feminista, ser protestante, ser homosexual, si se pertenece al movimiento gay. Y asume también, por supuesto, que hay que librarse de los otros en tanto son incompatibles con nuestro ‘verdadero’ yo.
Así, asuntos que llamaremos culturales, los conflictos en torno a derechos civiles y representación de colectivos que sitúan lo problemático no en lo económico o lo laboral y mucho menos en lo estructural, sino en campos meramente simbólicos, pasan a ocupar un lugar destacado.
Daniel Bernabé, otro estudioso de estos temas que han saltado al centro de la política, analiza en “La trampa de la diversidad”, cómo el neoliberalismo fragmentó “la identidad de la clase trabajadora” y se pregunta: “¿Estamos afirmando que los ejemplos mencionados carecen de importancia? En absoluto. Es importante que un grupo social pueda tener los mismos derechos civiles que el resto o reconocer desde las instituciones nuestra historia y la dignidad de los republicanos olvidados. Lo que decimos es que estos conflictos culturales tenían un valor simbólico en tanto que permitían a un gobierno que hacía políticas de derechas en lo económico validar frente a sus votantes su carácter progresista al embarcarse en estas cuestiones”.
En esos ejemplos radica también una buena explicación sobre el alejamiento de la política de ciertos sectores, y ayudan a entender la dimensión de los desastres electorales, sobre todo si tomamos en cuenta que el voto no sólo es universal, también es obligatorio, que votan todos y que los sectores populares, no caben dudas, están lejos de identificarse con cuestiones simbólicas, necesitan certezas no sólo por razones filosóficas: las necesitan por cuestiones materiales.
Para Hobsbaum el peligro de desintegración en alianzas de minorías es extraordinariamente grande, porque el ocaso de los grandes eslóganes universalistas de la Ilustración, eslóganes que pertenecían esencialmente a la izquierda, la ha dejado sin recursos para formular de manera clara un interés común que atraviese las fronteras sectoriales. “El único entre los denominados ‘nuevos movimientos sociales’ que traspasa todas estas fronteras es el ecologista. Pero, desgraciadamente, su atractivo político es limitado y probablemente seguirá siéndolo,” nos dice.
“Permítanme insistir: los grupos de identidad sólo tratan de sí mismos y para sí mismos, y nadie más entra en el juego.” Esta sentencia nos permite asomarnos al segundo de nuestros adjetivos: moralizantes. Si asumimos que “las identidades colectivas se definen negativamente; es decir, contra otros” y agregamos el componente ético del que esos grupos se sienten portadores, son los buenos, estamos en la puerta de un comportamiento sectario, donde el bien, lo bueno está en el nosotros y el mal fuera de esos límites. Son conocidas aseveraciones como “el país se divide entre nosotros y los corruptos” y eso no solo es expresión del hablar de una secta, es también un profundo desconocimiento de la política y naturalmente de la ética. Ambas constituyen prácticas sociales de diferente naturaleza, la política apunta a un orden colectivo, la ética ordena conductas apelando a lo que es justo.
Podemos concluir entonces, que el “liberal reformismo” está lejos de proponer un cambio estructural. Sus ofertas no son antineoliberales, optan por lo simbólico, por mantenerse alejadas de las necesidades materiales, eso sí, en el plano moral nada les resulta mejor que recordar y apelar a los derechos humanos que, como muy bien sabemos siempre y solamente se violan en los países a los que Estados Unidos no tiene por amigos.