Creemos que somos seres únicos, originales e irrepetibles, que nuestro camino es solo nuestro y que andamos en la vida por nuestra cuenta, destacándonos por nosotros mismos con identidad propia. Nada más lejos de la realidad.
En cualquier medio en que nos desenvolvamos somos “la hija de” para los amigos de nuestros padres y personas entradas en edad; “la mamá de” para los maestros y los compañeros de nuestros hijos (que también nos dicen “tía” para no llamarnos doña) y “la esposa de” para una sociedad completa, a menos que una se haya podido destacar en una área distinta e independiente del marido como para poder brillar con luz propia (lo del “de” en el apellido de las casadas no es fortuito).
Se es “la hermana de”, si los hermanos mayores son más conocidos y tienen una trayectoria perdurable, económica, académica o profesionalmente hablando con cuya fama serás identificada o “la nieta de”, si el patriarca dejó su impronta y se han heredado algunos de sus rasgos.
La investigación de a qué rama familiar pertenecemos trasciende la pura referencia, para rayar la impertinencia en la búsqueda del árbol genealógico, a partir del cual se te define y se crea el estigma con el que quedas marcado. Los que tienen un origen incierto o difuso no tendrán oportunidad para siquiera el beneficio de la duda cuando no se ha tenido la suerte (o la desgracia) de provenir de un rancio abolengo o por lo menos, de alguien reconocido.
La frecuencia de buscar parientes en los apellidos para identificar falsas estirpes hace que no podamos liberarnos de ese síndrome de comarca pueblerina que caracteriza las aldeas donde se antepone el prejuicio, a la convicción. Antes de confiar en un nuevo conocido, se le juzga por la casta (o por la raza, como dicen algunos), auscultando sus orígenes y sin oportunidad de poder demostrar su valor propio, si sus antepasados no han demostrado ser honrados, honestos o de conducta correcta.
Para bien o para mal, estamos indisolublemente ligados a una historia familiar que nos circunda, de la que no hemos sido causantes, pero igual terminamos siendo responsables o beneficiarios, bien para ser exaltados por el buen comportamiento de quienes nos anteceden o sepultados, sin derecho a réplica, por los de mal proceder.