El 16 de diciembre del año pasado escribí en esta columna que el 2023 sería un año difícil para la economía mundial y que la República Dominicana no sería la excepción. Luego de ese escrito la directora del Fondo Monetario Internacional anuncia que se esperaba para los próximos doce meses una recesión que afectaría a un tercio de los países del mundo, y que esta sería particularmente severa en los países en vías de desarrollo como lo es el nuestro.
A la crisis económica se añaden ahora acontecimientos ocurridos en los recientes y pocos días de lo que lleva el año que presagian horas de turbulencias para el funcionamiento para la democracia. Me refiero a lo ocurrido en el Congreso de los Estados Unidos y a lo acaecido en Brasil. Como siempre sucede, y enseñaba el maestro Juan Bosch, las crisis económicas traen aparejadas crisis políticas.
En los Estados Unidos la Cámara de Representantes de su Congreso tuvo que agotar quince votaciones para que finalmente la mayoría del Partido Republicano pudiera lograr la resistencia de veinte congresistas de su matrícula que se negaban a votar por el candidato seleccionado por la mayoría para presidir ese hemiciclo. Por supuesto, demás es decir, que ese grupo de radicales son fervientes seguidores del expresidente Donald Trump, quien finalmente tuvo que intervenir para vencer la resistencia de los díscolos. Hacía cien años que no se producía un tranque similar a este.
En el hemisferio occidental siempre se nos ha presentado el sistema democrático norteamericano como un paradigma, instituciones que se respetan entre sí y son respetadas por sus ciudadanos, supervisión y balance entre los tres poderes del Estado, dos partidos despojados de ideologías que hasta hace muy poco tiempo lograban encontrar el consenso mediante soluciones negociadas.
El sistema funcionó con cierte normalidad hasta que en la década del 90 Ronald Reagan se erigió en el paladín del neoliberalismo relajando los controles, promoviendo el libre tránsito de bienes y mercancías y convirtiendo al mercada en amo y señor de la sociedad. A partir de entonces los Estados Unidos comenzaron a cambiar y surgieron los tiempos de las polémicas y disputas entre los poderes del Estado.
Esta situación comenzó a afectar a los partidos demócrata y republicano, que si anteriormente trataban de llegar acuerdos en sus discrepancias ahora eran incapaces de hacerlo, todo lo cual condujo a la llegada al poder de Donald Trump que fue la representación máxima no solo del radicalismo, de las decisiones absurda en el campo internacional y con aires de autoritarismo en la condución del propio gobierno.
Mientras esto sucedía en el “norte revuelto y brutal”, en América Latina un émulo de Trump, Jair Bolsonaro escenificaba en Brasil un ejercicio autoritario de gobierno, sin respeto alguno para la instituciones, a espaldas de las comprobaciones científicas cobre el medio ambiente, irrespetando instituciones y tratando de ejercer control sobre algunas de ella y cuando se ve desplazado del poder por el voto libérrimo de sus conciudadanos acepta a regañadientes el triunfo de Lula da Silva, se ausenta de la ceremonia de transmisión de mando y, finalmente, no conforme con su derrota y desde los Estados Unidos, al igual que hizo su mentor norteamericano, agita e impulsa a sus seguidores para que asalten y destrocen las sedes de los tres poderes del Estado.
Y ante este repudiable suceso uno tiene necesariamente que preguntarse hasta qué punto será posible el ejercicio democrático en América Latina, pues no hay dudas de que en los últimos años cada día se acrecienta la crispación en los debates políticos, la intolerancia ante las ideas de los demás, la intransigencia en las posiciones que se sustenta y el escaso uso de la concertación social.
Naturalmente, el fenómeno de las redes sociales viene a magnificar esta acritud y estado de agitación políticas, especialmente porque todos pueden opinar, lo que es saludable, pero sin que haya un control de los límites que hay que guardar, como sucede en la prensa escrita, radial y televisiva, pues a diferencia de esta última, regulada por leyes sobre la difamación e injuria aún escaseaban en el Continente normas legales que la regulen.
La injuria, el insulto, la descalificación personal es utilizada en las redes sociales por numerosos políticos que, a falta de argumentos para rebatir, contribuyen con su lenguaje a enrarecer y crispar el ambiente político, Solo habría que mencionar cómo la derecha responde a cualquier mensaje de un dirigente de izquierda endilgándole a título de agravio las palabras “progre”, “comunista”, como si con ello obtuviera ganancia de causa.
Si la izquierda democrática es hoy una fuerza mayoritaria en los gobiernos de América Latina, la derecha debería respetar la voluntad popular expresada en las urnas. Su oposición es explicable y fortalece la democracia, pero es inadmisible que en el debate de ideas se apele al argumento ad-hominen.