Toda una generación recuerda cuando se velaba a las madres para que nos sirvieran un sorbito de café en el platico, previo soplo para templarlo. Y de ahí, surgieron las fábulas: que si se tomaba no se iba a crecer, que si uno se pondría negro, que si no era para muchachos. Ya adultos, comprendimos que eran cuentos para dejarlas tranquilas. Lo cierto es que esa bebida constituye el ritual obligado de la mañana, sin el cual aún no arranca el día, con ese sabor fuerte cuyo aroma anticipa el deleite; también a media tarde, humeante y primoroso, en torno a una bandeja, como testigo de tertulias para hacer una pausa, mientras la faena diaria espera atención.
Versátil como vedette de teatro, solo, con crema, leche y hasta licor, denso o claro, tan dúctil que hasta sus desechos sirven como abono o suavizante de la piel. No discrimina a nadie y gravita con igualdad, ora en la cocina de barrios con jarritos de vecinas ociosas y entre obreros de construcción para aguantar la tanda, ora festejando a las damas de alta alcurnia en el club social de moda o como centro de atención de reuniones de negocios en las que unos pocos deciden por muchos.
De la humilde taza diminuta, se ha modernizado para exhibirse en un envase de cristal con hielos triturados, batido, helado y chocolate y convertirse en una bebida exótica, apetecida y costosa que demuestra estatus para quien la consume y un lugar exclusivo en el menú. Bautizado para la pausa de los eventos con el anglicismo “Coffee break” está en todas y si no, se busca.
Encerrado en sus clásicos termos para conservar su calor o atrapado para salir a borbotones de una máquina tan costosa como su cosecha, es el huésped omnipresente en cada velada que, irónicamente, anuncia su terminación. La obsesión del que lo ha hecho su costumbre, cierre o apertura, vicio o manía, es símbolo de acercamiento, conversación y reflexión, con o sin cigarro, representa un ritual que exige calma y no permite prisas bajo riesgo de quemaduras.
El esnobismo en su ingesta ha llegado a un grado tal, que incluirle azúcar es un pecado capital, como si se le estuviera ofendiendo o haciéndole un daño a su naturaleza porque se prefiera su dulzura, puesto que la vida nos aporta los episodios amargos. Trascendió del uso campesino para transformarse en marca país que brota imponente en las montañas con el color escarlata de su grano que ya molido se hace marrón, como la misma tierra de su procedencia, cual si regresara a su origen exclamando: “Café eres y en café te convertirás”.