A finales de los años 70, cuando todavía en el mundo se debatían las ideologías, las literaturas obligadas para los muchachos que abrazábamos la militancia de izquierda eran aquellas que nos formaban en los principios y en el sacrificio.
Máximo Gorki nos hablaba de la profunda identificación de la madre con su hijo, un poema anónimo nos dibujaba cómo una lágrima se desliza por las mejillas de una mujer porque no tiene más hijos para darle a la patria, cómo el camarada Mao Tse-tung envía a su hijo a morir en el frente de guerra en defensa de la soberanía China, y cómo el padre Camilo Torres empuña el fusil en Colombia y muere siendo guerrillero.
El cura guerrillero era el mejor ejemplo de la Teología de la Liberación, del compromiso de mi Iglesia con los pobres, por quienes ofrendó su vida.
Pero desde mucho antes, cuando en el templo San Dionisio de Higüey me formaban para mi Primera Comunión, Sor Blanquita, con su acento español, me enseñó que el amor de Dios por mí y por toda la humanidad era tan inmenso que envió a la tierra a Jesucristo, su único hijo, a morir por nuestra salvación.
Un amor que a medias fui entendiendo en la medida en que, gracias al Jesucristo Resucitado que conocí en persona en mi retiro de la Hermandad de Emaús, intento cada día ser un simple cristiano y predicar con el ejemplo el amor de Dios al enviar a Jesús a morir por mí.
Desde mi retiro había citado quién sabe cuántas veces a Juan 3,16: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Quién sabe cuántas veces había cantado o citado el Stabat Mater: la dolorosa pasión de María aferrada a la cruz donde su hijo sufría, agonizaba y moría.
Te confieso, Martín, que hoy siento que todo era prédica vana, hueca, sin sentido ni sentimiento real, vívido. Hasta el domingo 13 del pasado mes, hace hoy un mes, cuando Dios te llamó a su lado a ser parte de su ejército de ángeles.
No sé si en la homilía el padre Milcíades lo dijo para confortarnos. Recordaba que partiste un domingo, día en que Cristo resucita, y que tu cuerpo fue entregado a la tierra el día en que tu Iglesia celebraba la asunción de María al cielo tras terminar su misión en la tierra.
Recapitulo y pienso en el inmenso amor de Dios por mí y por nosotros cuando envió a Jesús a ser víctima de reconciliación. ¡Qué amor tan doloroso el de mi Señor!
En tu madre Marta a diario vivo y siento el dolor y la pasión de María, también en los sollozos de Martina, tu chiquitica, en su rebeldía; en la mirada cuestionadora de tu hermana Soledad, en el abrazo y el beso silencioso del amigo, en las lágrimas de Mamá Gloria, de tus tías y tíos.
De mí no sé qué decirte, Martín. Simplemente respiro. No sé si los días pasan o no pasan, a sabiendas que estás en un lugar mejor que nosotros.
Las preguntas van y vienen, y a veces me asaltan dudas, sobre todo cuando no alcanzo a entender el propósito ni el sentido de las cosas que Dios hace.