En noviembre de 2009, sacerdotes jesuitas y pastores protestantes, reunidos en Dajabón, reclamaron el cumplimiento de una supuesta “responsabilidad histórica” del país con los haitianos sobre la base de que el crecimiento de la economía nacional estuvo sustentada hace décadas en los buenos precios del azúcar, utilizando mano de obra haitiana.
El argumento es absurdo y demuestra la ambigüedad de las iglesias en el tratamiento de un tema tan sensitivo, capaz de generar conflictos de incalculables consecuencias. Es como si el país le exigiera ahora a España el compromiso de hacerse cargo de nuestras dificultades económicas y sociales, por los horrores de la conquista y las oportunidades que los ibéricos han encontrado en el suelo nativo; o los mejicanos dejaran en manos de los Estados Unidos la solución de sus problemas, por la pérdida de Texas. Ni moral ni políticamente, los dominicanos tenemos obligación alguna con otro estado. Nuestra obligación como nación es respetar las leyes internacionales y dar fiel cumplimiento a los tratados.
Haití no es un problema nuestro. Haití es un problema de los haitianos. Una cosa es lo que se deriva de una inmigración ilegal masiva, superior a la capacidad del país para encararla, que sí es un problema nuestro, y otra es la pobreza de nuestros vecinos. Ninguna nación puede ser forzada a aceptar una inmigración por encima de sus fuerzas, como tampoco puede ser arrinconada por la comunidad internacional para hacerla renunciar a sus derechos migratorios. Con todo lo malo que los curas, y ahora los pastores, dicen sobre esa inmigración ilegal, que alcanza un considerable porcentaje de la población adulta del país, lo cierto es que los haitianos cruzan la frontera porque aquí encuentran más oportunidades que en su propia patria. La comunidad internacional pretende que documentemos a inmigrantes ilegales cuyo país no ha sabido dotar de identidad.