París, Francia. El Estado haitiano se tambalea peligrosamente. Carente de bases sólidas, destrozado por la violencia de las pandillas, la ingobernabilidad, la corrupción, la pobreza, las epidemias y la cobardía egoísta de sus élites políticas y empresariales, ha sido abandonado por todos, con honrosas excepciones de países que pese al caos que predomina en esa nación han sabido mantener su gesto solidario, como Cuba, que contra viento y marea ha mantenido en ese país sus brigadas médicas para atender gratuitamente a la población necesitada, República Dominicana, que destina una parte importante de su presupuesto de salud para asistir a parturientas haitianas y con otras dolencias; y Venezuela que también contribuye con importante y diversa ayuda humanitaria.
La ONU, Estados Unidos y la cooperación internacional han fracasado en Haití. Las ONGs no han servido más que para hacer allí costosos ejercicios de relaciones públicas y labrar no pocas fortunas personales. Haití no importa a nadie, salvo a los que sacan oro de los escombros y lucran con las lágrimas y la sangre de un pueblo-paria. Ante los ojos del mundo, Haití colapsa.
Para República Dominicana, que comparte el espacio geográfico de la Isla Hispaniola con la República de Haití, y es receptora de una galopante e indetenible marea de inmigrantes ilegales haitianos, tal catástrofe adquiere tintes de una colosal tragedia que puede afectar su estabilidad interior, su gobernabilidad y su propia existencia. Se pueden pronunciar muchos discursos altruistas y compasivos, pero el problema es de índole práctica y amenaza a todos.
República Dominicana no es responsable del inminente colapso del Estado haitiano, ni tiene que responsabilizarse, más allá de la solidaridad y la humanidad, con la solución de sus enormes problemas internos, pero tampoco puede ser indiferente al terremoto geopolítico que se está incubando en el seno de la nación vecina. Y cuando tanta energía negativa se acumula, sin vislumbrarse una solución, el estallido arrasador es inevitable. Y aquí los minutos cuentan.
Mientras dormimos plácidamente la siesta en República Dominicana, disfrutamos del baseball, el merengue y la bachata, y nos tranquilizan los pronósticos de crecimiento de nuestra economía, acaba de ser asesinado a tiros el líder de un partido, frente a su casa de Puerto Príncipe, se ataca la residencia del primer ministro Ariel Henry y la pista del aeropuerto internacional; se asesina a diez policías; el cólera avanza; el 70% de la capital del país está controlada por las pandillas; se secuestra a un técnico cubano de salud, que luego fue liberado y la violencia provoca el éxodo de más de 190 mil personas de Puerto Príncipe. Recordemos que ni siquiera el presidente Juvenel se salvó de esta espiral macabra de violencia.
En efecto, el Estado haitiano ha fracasado y se viene abajo, amenazando con destruirlo todo, dando pie a los llamados intervencionistas, tan del agrado del imperialismo norteamericano y sus aliados, como Canadá y Francia, entre otros. Los propios funcionarios del gobierno haitiano han hecho reiterados pedidos de intervención extranjera, como si los problemas haitianos fueran a ser resueltos con tanques, helicópteros y bayonetas.
Lo que si se sabe es que la miseria, la desesperación y la falta de esperanzas y perspectivas de futuro engendran violencia y que esta no reconoce límites. En su obra “State Building: Governance and World Order in XXI Century”, Francis Fukuyama afirma que ingobernabilidad y soberanía nacional son factores excluyentes. Por supuesto que lo afirma como ideólogo imperialista. Su papel es justificar teóricamente las invasiones y ataques contra países soberanos. Les llama “intervenciones humanitarias”. No lo son.
Haití se tambalea. No hay señales de solución, se perfila cada día el colapso final casi inevitable. El Gobierno dominicano está llamado a seguir firme con la aplicación de la política de protección de nuestras fronteras, con la política de regulación migratoria, sin tregua. Y, junto con ello, mantener una estrategia de vigilancia integral donde confluyan las fuerzas vivas de la nación, en defensa de nuestra soberanía. Reafirmar el llamado a la comunidad internacional, como lo ha estado haciendo, para que vaya en auxilio de Haití.
La situación de Haití nos preocupa, por su historia compartida, por su pueblo, por su desgracia, de la que no son ajenos el capitalismo, el colonialismo y el imperialismo. El pueblo haitiano merece un futuro mejor, hay que refundarlo sobre bases humanas, solidarias y justas. Es una tarea que corresponde al propio pueblo haitiano, no a los Estados Unidos, Canadá, Francia, ni a la ONU, y en esa labor debe contar con la solidaridad del pueblo dominicano y el apoyo de nuestro gobierno.
Haití colapsa. No tengo claro si aún estamos a tiempo de evitarlo.