Todo lo que ha sucedido a lo largo de estos turbulentos últimos meses penosamente evidencia que no hemos superado el pasado y por eso nuestra República continúa siendo perseguida por los fantasmas del caudillismo y la concepción personalizada del poder, que no permiten avanzar a nuestra débil democracia.
Nuestra historia está plagada de gobernantes que buscaron eternizarse en el poder y que concibieron nuestro país como su propiedad, unos entregando su soberanía, otros intentando vender parte de su territorio, algunos convirtiéndolo en su finca personal y quienes lo han administrado para beneficio de su partido y clientela.
Y es precisamente esa visión individualista que ha causado que a pesar de décadas de crecimiento económico los problemas fundamentales de nuestra población sigan siendo los mismos, la falta de calidad y acceso a servicios públicos esenciales como agua, electricidad, educación, salud, transporte, a los que se ha sumado la inseguridad, como consecuencia de la discrecionalidad en la aplicación de la ley, la corrupción, la impunidad y el aniquilamiento de las instituciones.
Las múltiples reformas a nuestra Constitución, las grandes decisiones nacionales y la aprobación de importantes leyes, se han realizado o dejado de hacer no por conveniencia de todos sino por lo que de forma oportunista muchos gobernantes han entendido que favorece más sus propósitos de conquistar el poder, de retenerlo o de ejercerlo sin mayores turbulencias.
Por eso hemos efectuado tres reformas constitucionales en menos de veinte años para facilitar la continuación o el retorno al poder de presidentes, hemos decidido embarcarnos en mega obras como el metro desoyendo propuestas más económicas que permitirían solucionar el problema del transporte en su conjunto o, como las plantas a carbón que la actual administración decidió que el Estado construyera en contradicción con la visión de la reforma del sector eléctrico complaciendo a aliados foráneos, las cuales están en el centro del huracán de la corrupción denominado Odebrecht por más que se haya intentado sacarlas.
También por eso el partido oficial fue entronizado como único por sus líderes, quienes con tal de enquistarse en el poder y no ceder el paso a nuevos liderazgos, anquilosaron sus organismos, convirtieron al Estado en un espejo de estos y debilitaron la oposición.
La rivalidad entre sus dos líderes no tiene otra causa que la de disputarse el poder, la cual ha sido elevada de lucha personal a disputa nacional, lo que hizo que se votara finalmente la ley de partidos para celebrar primarias organizadas por la Junta Central Electoral, que se intentara pasar una segunda reforma a la Constitución para permitir un tercer mandato del presidente y que la misma se rechazara rabiosamente por la otra facción, lo que tuvo como resultado que el pulso se mantenga aunque con un suplente designado como alter ego.
Esta rivalidad ha sido capaz de militarizar el Congreso, de convertir el equipo de gobierno en comando de campaña, y de colocar en primera plana de la agenda nacional sus diatribas.
Parecería que la división de su partido no les basta y por el contrario acrecienta la hostilidad y convierte en un irracional desafío el vencer al enemigo, aunque se afecte el país, para lo que lucen estar dispuestos a desangrar las arcas nacionales.
No podemos permitir que la suerte del país esté a la merced de esta guerra de egos, en la que pueden sucumbir también aquellos que interesadamente intenten sacar partido de esta. Ojalá que para bien del país el resultado de esta contienda electoral suplante egos por nuevos líderes que encarnen un verdadero relevo, no solo generacional ni de rostros, sino de visión, de forma de actuar y de administrar el Estado.