Grenouille, que podía segmentar con exactitud todos los olores de su ciudad y de ciudades cercanas, incluso del mar, que nunca conocería, cuyos aromas eran trasladados por corrientes de aire fresco, fue sorprendido por una minúscula fragancia de “una sutileza y finura tan excepcionales (que) tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta (…) tenía que captarla, no sólo por la mera posesión, sino para tranquilidad de su corazón”, (p.51).
Persiguió el olor durante más de media milla “desde la otra margen del río”, atravesando el pueblo, hasta llegar, extasiado, a un patio sucio lleno de ciruelas, donde una muchacha de unos trece o catorce años, se hallaba sentada en una mesa, “limpiando ciruelas amarillas”, el olor procedía de la muchacha que era la belleza en estado puro y quien no notó que Grenouille la observaba casi hipnotizado. Corría el año de 1753 y Grenouille, de unos 15 años, estaba a minutos de cometer su primer asesinato.
Grenouille estaba confundido, “por primera vez en su vida, desconfió de su nariz y tuvo que acudir a la ayuda visual para creer lo que olía” (p. 54). Aquella joven desprendía olores tan frescos, ricos, equilibrados y fascinantes que Jean-Baptiste, escondido la observó unos segundos y cerró los ojos para oler. Y olió que “ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer. Su sudor era tan fresco como la brisa marina, el sebo de sus cabellos, tan dulce como el aceite de nuez, su sexo olía como un ramo de nenúfares…”.
Grenouille no tenía humanidad. Era un templo helado y profundo. Pero al acercarse despacio hacia la muchacha, aunque ella no lo veía “experimentó cierta inquietud y un singular estremecimiento”. Al voltearse y verle el susto “la dejó pasmada, por lo que él dispuso de mucho tiempo para rodearle el cuello con las manos” y no pudo ver “su bonito rostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien cerrados los propios ojos (ojos) mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia”, (p. 56).
Luego de estrangularla “la tendió en el suelo (…) le desgarró el vestido (…) apretó la cara contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el sexo, los muslos y las blancas pantorrillas”. Grenouille, “monstruo genial”, temblaba de felicidad. Sentía como que había nacido y por fin tuvo conciencia de sí mismo “y que su vida tenía un sentido, una meta y un alto destino: nada menos que el de revolucionar el mundo de los olores”.
Con el asesinato de la muchacha de la Rue des Marais, había nacido un “genio maldito”.