Hay momentos en la vida en que hay que detenerse, cambiar el rumbo, girar y abruptamente fijar una postura, aunque se espante el entorno. Hacer una pausa entre el antes y el después, demostrar que se tiene el carácter para afrontar las situaciones y estar dispuesto a sufrir las consecuencias; dejar la debilidad para los otros para no darse el lujo de claudicar, salvar los obstáculos y lanzarse sin mirar atrás.

Demostrar que las actuaciones pueden más que las palabras y que no se está en este mundo para ocupar un espacio, sino para trascender, destacarse y ser recordado, salir del montón para ser y hacerlo diferente, poner un hasta aquí en la rutina o la inactividad con la fe de que al lanzarse no será al vacío.

La responsabilidad no permite paños tibios ni medias verdades; se necesita la contundencia de una decisión, aunque no se cuente con el alivio de la unanimidad para asumirla con todos los riesgos y bajo escenarios inciertos, si es que se quiere un cambio. Aunque rueden cabezas, hay que procurar que sean las menos posibles, antes que abstenerse por el temor a contradecir. El consenso, aunque deseable, no siempre se logra y hay ejecutorias propias de la autoridad que podrán afectar algún interés porque es imposible que todos queden complacidos; ese paisaje idílico de conformidad absoluta es pura ficción.
Un líder no puede pretender carecer de adversarios y conservar la tranquilidad para agradar a los demás, (como mucho, tal vez a la mayoría;) pero, si todos le dicen que sí, que se preocupe, porque, o son borregos perdidos en una misma dirección o lobos ganando lo propio por otras vías de su conveniencia. De ser así, quien guía no está haciendo nada, ni para bien ni para mal, solo da vueltas en el mismo lugar como el perro que se muerde la cola.

Diálogo, concertación y advenimiento son hermosas palabras a las que siempre habría que aspirar, pero hay temas álgidos en los que sólo constituyen una quimera y tozudeces que no lo hacen posible porque cuando del bien propio se trata, lo demás, es pura poesía. La sabiduría de imponer la solución -cualquiera que sea- es mejor que postergarla porque es más fácil arrepentirse de lo que en su momento no se hizo que de lo que en efecto se realizó. Hasta Jesucristo no dudó en expulsar a los mercaderes del templo, sin detenerse a pensar, solo actuó, como debe ser y se esperaba de él, en plena conciencia de que era pastor, no una oveja del rebaño.

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