El perro callejero no tiene ni necesita un nombre, ni patria, ni rumbo hacia ninguna parte, ni ser dueño de nada ni propiedad de nadie. No tiene que reprimir sus instintos, su gula insaciable, ni su hambre que lo hace presente en cualquier parte. No está obligado a alcanzar la felicidad del amor con trámites protocolares o promesas de mediano y largo plazo. En fin, ser perro callejero es llevar un estado superior de vida (aunque tenga que pagar el precio de la libertad cargando unas cuantas pulgas y garrapatas y soportar de vez en cuando una que otra patada de los que envidian su estado permanente de felicidad).