La sentencia recientemente dictada por el Tribunal Superior Administrativo (TSA) sobre el conflicto que dividía a ciertos partidos políticos y la Junta Central Electoral (JCE) por la interpretación que esta había dado a disposiciones de la Ley 33-18 de partidos sobre la distribución de la contribución económica del Estado a estos, si bien es un capítulo más de la interminable serie de diferendos en relación a este tema, contiene interpretaciones importantes que de ser confirmadas por el Tribunal Constitucional darían un giro a un asunto que desde el inicio ha estado demasiado permeado por la discrecionalidad.

La contribución económica del Estado a los partidos fue instaurada mediante la derogada Ley 275-97 y estuvo marcada por el interés de beneficiar del mayor porcentaje más allá de los tradicionales dos partidos mayoritarios en ese momento (PRD y PRSC) a un tercer partido, el PLD recién estrenado en el poder, por eso aunque el artículo 50 de esta disponía que el 75 % se distribuiría en proporción de los votos válidos obtenidos en las últimas dos elecciones generales ordinarias, “las presidenciales y las congresionales y municipales”, el párrafo II supuestamente transitorio ordenó distribuir el 80 % en partes iguales entre los partidos que obtuvieran más de un 5 % promedio de los votos válidos emitidos en las elecciones de 1994 y 1996, lo que en el año 2005 mediante Ley 78-05 se hizo definitivo, en ese momento para beneficiar al PRSC, aunque con la salvedad de que se cambió a “5 % de los votos válidos emitidos en los últimos comicios”, eliminando la precisión anterior de “últimas dos elecciones generales ordinarias”.

La discusión sobre la interpretación de votos válidos emitidos no es nueva, por el contrario, desde las elecciones municipales del año 1998 hasta las generales del 2016, se estuvo discutiendo al amparo de la Ley 275-97 y la JCE en los distintos procesos electorales utilizó criterios diferentes, por ejemplo, en las elecciones congresuales y municipales de 1998 decidió que serían utilizados los votos de la primera vuelta presidencial del 1996, para las presidenciales del año 2000 que serían los votos del nivel de mayor votación de cada partido individual, para las elecciones congresuales y municipales del 2002 los votos obtenidos por los partidos en las elecciones anteriores, para las elecciones presidenciales de 2008 la suma de los votos obtenidos tanto en las congresuales como en las municipales, y luego de múltiples escarceos en el 2017 decidió adoptar como criterio el resultado de la sumatoria de los votos válidos obtenidos de manera individual por cada partido en todos los niveles de elección en que participó.

A sabiendas de todo este historial de conflictos, de múltiples sentencias y resoluciones, el Congreso Nacional al aprobar el artículo 61 de la Ley 33-18 no abundó en la definición de votos válidos como debió hacerlo para dejar zanjado el diferendo existente, refiriéndose únicamente a “votos válidos emitidos en la última elección”.

Las pasadas elecciones del año 2020 no solo fueron particulares porque estrenaron el nuevo marco legal de las leyes 33-18 y 15-19 de régimen electoral, sino porque del conflicto surgido en las primarias del pasado partido de gobierno surgió un nuevo partido, que al obtener 5.69 % en las elecciones presidenciales, reclamó que debía ser parte de la distribución del 80 % conforme lo dispuesto por el artículo 61, y el TSA decidió que aunque la Ley 33-18 no estableció con claridad a qué se refiere con última elección, la JCE estaba obligada por el principio de legalidad y no podía interpretar discrecionalmente el artículo 61.

Esta ambigüedad que permitió en el pasado tanta discrecionalidad, por el momento ha sido frenada y debería motivar que de una vez por todas se deje definido el criterio de distribución en la ley, lo cual sumado a que tampoco se fijó un porcentaje específico del presupuesto a ser destinado anualmente a los partidos, debería provocar que sin mayor dilación esta contribución a los partidos que a más de 20 años de ser instaurada ha sido manejada de forma poco transparente y ha dado pie a efectos perversos, esté finalmente revestida de racionalidad, legalidad, transparencia y responsabilidad, dejando de ser un cheque en blanco a ser distribuido como más favorezca a algunos, y para ser gastado sin criterio y ninguna rendición de cuentas.

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