Con una mezcla de fantasía onírica y sórdida realidad, Jean-Christophe Maillot, nos introduce en LAC, “El Lago” o la adaptación personal que este concibiera inspirado en El Lago de los Cisnes, el cuento de Jean Rouaud.
Cuan los motivos estéticos y morales del cine surrealista de René Clair o Francis Picabia, con una bella metáfora visual inicial en blanco y negro que contextualiza al espectador sobre el desapego del amor infantil, en este caso, del príncipe Sigfrido, se da apertura formal a la obra.
Esa primera sobrecogedora imagen lírica de uniones arbitrarias entre planos, nos conecta con la escenografía del artista plástico Ernest Pignon. Un decorado simple en elementos, pero de fuerza corpuscular en su esencia, sobre todo, gracias a los resultados de una iluminación efectista y bien dirigida.
El minimalista palacio del primer acto se matiza con el colorido del vestuario de Philippe Guillotel que, sobre las tablas de la sala principal del Teatro Nacional, irrumpe con arrojo y elegancia a través de las técnicas clásicas y contemporáneas que, los treinta bailarines de Les Ballets de Monte Carlo, apoyados en la imperecedera música de Chaikowsky, realizan con ejemplar virtuosismo.
La perfección de giros mortales, como los del Bufón amigo de Sigfrido, son sólo el previo dramático para la entrada del malvado mago Rothbart, ahora transformado en una dominante y seductora reina de las tinieblas, cuyos brazos se convierten en la danza de dos acólitos, que se funden con ella en cada uno de sus pasos.
Así, la coreografía inicial de Petipa e Ivanov deja paso al ritmo moderno protagonizado por los bailarines que, en un segundo y tercer acto, se debaten con sus miedos, anhelos y contradicciones, entre lo racional y lo irracional. Un torrente de emociones en donde tiene cabida el miedo, la frustración, el rechazo pero también la comicidad y lo absurdo, exagerando las circunstancias de la narrativa clásica.
Una puesta en escena moderna y transgresora, envuelta por el azar y los imprevistos fantásticos, que nada tiene que ver con la primera presentación en el Teatro Bolshói de Moscú allá por 1877 de esta pieza universal. Eso sí, la eterna lucha del bien y del mal, protagonizada por el príncipe Sigfrido y Odette se mantiene. El cómo es la diferencia. Maillot se decanta por enfatizar los contrastes. El blanco es símbolo de la belleza y pureza de Odette.
El negro, la maldad y la oscuridad de Odile. El dorado, la opulencia, el control, y la vanidad, del rey y la reina.
Una obra transgresora en efecto pero que conserva el clasicismo de la técnica académica. El final deja absorto al espectador que, de forma natural, se ve envuelto en una trama intensa, cuyo desenlace se desvanece ante sus ojos, en un efecto visual único e irrepetible que arranca inexorablemente el aplauso del público. Lástima que semejante espectáculo no tuviera la interpretación sinfónica en vivo de la pieza del célebre compositor ruso.