Casi siempre en nuestro país permitimos que las situaciones se desarrollen de manera irregular sin la debida regulación y control ocasionando múltiples problemas y distorsiones, lo que hace que cuando se quiera enfrentar la situación haya una gran resistencia y que las normas mismas en vez de servir a los propósitos fundamentales tengan que adaptarse a los vicios creados.
Esto es en parte lo que acontece con el proyecto de ley de partidos políticos que se reclama aprobar desde hace más de 15 años, pues al haber promulgado en el año 1997 una nueva ley electoral que incluyó la contribución económica del Estado a los partidos y estos haberse acostumbrado a percibir estos fondos y seguir recibiendo contribuciones privadas sin prácticamente ninguna rendición de cuentas ni control, resulta más complicado, aunque los partidos, sobre todo los mayoritarios beneficiarios del 80% de esos aportes; acepten someterse a reglas.
Lo primero que tenemos que hacer como sociedad es tomar conciencia del alto costo y poca efectividad de nuestra democracia, con un congreso bicameral y supernumerario, una división territorial hecha a la medida de los apetitos políticos para crear más cargos, un número mayor al necesario de regidores en cada ayuntamiento, así como de ministerios, y un gasto en campañas electorales irracionalmente alto.
Por eso no podemos permitir que suceda con la ley de partidos lo mismo que con la electoral, la cual fue modificada en el 2003 para solucionar la crisis provocada por la imposición del entonces partido gobernante de una Junta Central Electoral (JCE), aumentando el número de miembros de la JCE y dividiendo la misma en dos cámaras; lo que luego sería sustituido con la creación del Tribunal Superior Electoral, una nueva institución conformada por más miembros de los requeridos, en vez de optar por otras alternativas menos onerosas.
Y decimos esto porque la finalidad de una ley de partidos debe ser promover, regular y garantizar más democracia interna, rendición de cuentas, transparencia y regulación efectiva para mitigar los riesgos de abuso de recursos, de infiltración de dinero proveniente de narcotráfico y otras actividades ilegales, de tiempos y costos irracionales de campañas; pero no convertirla en un instrumento para acomodar a los partidos y los intereses coyunturales de sus líderes traspasándole a la JCE la misión que ellos han sido incapaces de asumir para manejar adecuadamente su militancia y organización, pues una cosa es supervisar u organizar convenciones internas de partidos y otra que por no corregirse problemas internos la JCE y los contribuyentes tengamos que, asumir la primera y costear los segundos, asuntos más allá de lo racional.
No se necesita de una ley para comprender que si el Estado les da una contribución a los partidos esta no puede ser un cheque en blanco para que hagan lo que quieran con dicho dinero o que su distribución no tome suficientemente en cuenta criterios de equidad y racionalidad. La ley se requiere para tener el mecanismo efectivo de imposición y para que se deriven sanciones por el incumplimiento, lo que es sumamente relativo en un país en el que las leyes se cumplen discrecionalmente.
La política como los mercados responden a las señales y los actores se mueven hacia donde hay más beneficios y menos obligaciones. Mientras sigamos enviando la señal de que la forma más efectiva para escalar social y económicamente es engancharse a político, así como la mejor manera de colocarse en el justo lugar para hacer negocios, recibir favores para sí y sus relacionados y evitar en gran medida el rigor de la ley y la sanción; seguiremos teniendo un liderazgo político que en su mayoría promueva un Estado clientelar, supernumerario, costoso y desapegado de la ley, y para corregir esto hace falta más que la aprobación de una ley de partidos.