El derecho como actividad intelectual suele verse como un saber interdisciplinario, cuyos cultivadores, aprendiz escolarizado, ejercitante privado de la abogacía, docente universitario, autor de escritos doctrinarios, magistrado de la judicatura o del ministerio público, aparte de aquilatar la aspiración perenne de llegar a ser juristas consumados, en razón del mostrado dominio de la ciencia jurídica u otrora Jurisprudencia, tienen que abrevar en la fuente del conocimiento lingüístico, puesto que la palabra constituye la materia prima de su discurso, ya sea académico, forense o dogmático, a fin de quedar legitimados en la comunidad científica que les sirve de habitácula social.
En la vieja tradición cultural de Roma, cuna remota del derecho, surgió la Jurisprudencia, que fue la nomenclatura antigua de la actual ciencia jurídica, cuyo código lingüístico usado a la sazón vino a ser el latín, instrumento de comunicación retórica que le servía a todo operador del sistema normativo de antaño para construir en términos específicos el discurso forense, en tanto que ahí radica la razón de la existencia de diversos latinazgos que mantienen plena vigencia en la escritura u oratoria del jurista como legislador, abogado, docente universitario, juez o magistrado.
Ahora bien, hoy acontece que debido a la deficitaria formación de los alumnos de la otrora Jurisprudencia, adquirida en las aulas universitarias, tenemos entonces una hornada de juristas que en lugar de mostrar un bagaje intelectual idóneo, termina poniendo en evidencia su notoria ignorancia supina, en razón de la exigua erudición o precaria ilustración humanística, sobresaliendo en consecuencia las lagunas caudalosas que horadan la estructura cognitiva de tales egresados de la profesión jurídica, no sólo en el campo epistemológico que les incumbe, sino también en áreas gnoseológicas tan vitales como el conocimiento de la lengua materna, cuyo dominio debe cubrir el elenco de latinazgos, en tanto que el uso estereotipado obtienen licencia lexical en nuestra comunidad parlante.
Ello viene a cuento, porque resulta muy frecuente oír en los estrados judiciales a juristas de toda laya, unos muy versados y otros con mínima ilustración en los intríngulis de la otrora Jurisprudencia, mal usando determinados términos brocárdicos.
Así, causa espanto entre magistrados de la judicatura y del ministerio público, cuando un abogado postulante evoca indistintamente, incluso con el histrionismo inherente a la oratoria forense, que a su patrocinado no se le pudo probar animus necandi o intención, aun en presencia de una imputación penal objetiva que trate sobre estafa, abuso de confianza, hurto o robo, difamación o injuria, entre otros crímenes y delitos de igual estructura normativa, pero sin nada que ver con un homicidio.
El brocardo que se trae a colación, como ejemplo ilustrativo a todo cuanto se ha dicho hasta aquí, pone de manifiesto la relevancia que tiene en la administración de la justicia represiva la voluntad o intención como factor de atribución de responsabilidad penal, elemento típico que halla su origen atávico en la libertad o libre albedrío de cualquier ente humano, etiquetado como sujeto activo o agente infractor, puesto que el consabido latinazgo significa en lengua castiza o cristiana ánimo de matar, designio o deseo de segar la vida preexistente de alguien.
De ahí que resulte un contrasentido extrapolar dicho latinazgo a otras casuísticas, donde la imputación penal objetiva verse sobre estafa, abuso de confianza, robo, difamación o injuria, pues dependiendo del crimen o delito, entonces será preferible usar términos brocárdicos distintos, tales como animus fraudis, abusus fiduciae, furtis, difamandi o injuriandi, cuyo significado en nuestra lengua romance se traduce en el designio o fuerza interior que mueve a la persona ofensora a la acción típica, pasible de incriminársele a un eventual sujeto activo, una vez cometida en agravio de una víctima.
A título de colofón, cabe aseverar que le resulta inherente a todo jurista conocer adecuadamente las herramientas de su trabajo intelectual, entre ellas la retórica, entendida por los expertos como una de las teorías de la argumentación jurídica, pues a través de esta disciplina pueden los operadores del derecho como sistema normativo adquirir los insumos necesarios para la organización compositiva de la prosa discursiva, versión oral o escrita, lo cual implica el dominio de la lengua materna para eludir a ultranza la comisión de alguna expresión macarrónica o frase latina mal usada.