La Semana Santa que en un momento fue un tiempo de reflexión y de celebraciones exclusivamente religiosas, hace tiempo que es más bien un período de vacaciones colectivas en nuestro país y otros, que en el mejor de los casos sirven para que las familias compartan, descansen y disfruten, o para que creyentes asistan a liturgias en paz.
Los evangelios correspondientes a este ciclo litúrgico encierran enseñanzas que tienen un sentido de eternidad y que evidencian que a pesar de que muchas veces creemos que los tiempos pasados fueron mejores y que el mundo cada vez es peor, en esencia la humanidad continúa la misma lucha entre el bien y el mal, que los vicios y tentaciones siguen siendo los mismos, y que el gran reto es no sucumbir y tener la humildad de reconocer las faltas y buscar el sendero del bien, y la capacidad de amar a los demás como si fuera uno mismo.
Si Judas Iscariote fue capaz de proponerle a los sumos sacerdotes entregar a cambio de una suma de dinero a Jesús, el Mesías, de quien fue uno de sus 12 escogidos apóstoles, debemos estar conscientes de que el mal puede enquistarse en cualquier espacio y que la corrupción es parte de la historia humana desde que se tiene conocimiento de ella, pero también de que la hipocresía puede llevar a algunos no solo a cometer los actos más impuros, sino a simular y pretender inocencia, como lo hizo el traidor cuando se atrevió a preguntarle a su Maestro ¿Soy yo acaso?, a lo que Él le contestó la famosa frase de “Tú lo has dicho”.
Y si Pedro, conocido como quien más amó a Jesucristo y designado por Él como la piedra sobre la que edificaría su Iglesia, sucumbió ante el miedo cuando apresaron a Jesús y sin darse cuenta realizó lo mismo que le había anunciado, negarlo tres veces antes de que el gallo cantara por temor a las consecuencias, debemos estar conscientes de cuán frágil es nuestra fe y fortaleza.
La desigualdad, los privilegios, la injusticia, el boato, la arrogancia existieron y existen en la civilización humana desde el principio de los tiempos, por eso el mensaje de Jesús se centra en hacernos ver cuáles son las verdaderas riquezas, que no son las acumuladas en este mundo, y en darnos las mayores lecciones de humildad que jamás existirán, dejando atrás las fanfarrias y el lujo de las entradas triunfales de emperadores y guerreros, para entrar a Jerusalén del más sencillo modo montado en un burro y a pesar de ello ser aclamado como Rey por sus discípulos reunidos para recibirlo.
La soberbia de los sumos sacerdotes, su actitud hipócrita de empeñarse en apegarse a unos ritos pero no en hacer lo que el amor por el prójimo manda, fue contundentemente denunciada por Jesús, quien repudió estas actitudes y nos legó la mayor prueba de amor, ofrecer una última cena a sus apóstoles para despedirse de ellos antes de su redención, y en vez de recibir loas, reconocimientos y atenciones, hincarse a lavarle los pies a cada uno de ellos, aun a Pedro quien quiso negarse y hubo de terminar pidiendo que le lavara también las manos y la cabeza, como ejemplo de lo que cada uno debía hacer respecto de los otros.
Ese pueblo que según las sagradas escrituras vociferó a Pilates “crucifícalo” cuando este les expresó que no encontraba en Jesús las culpas que le imputaban, y que fue capaz de pedir que soltaran a Barrabás, delincuente y asesino, es el mismo que equivocadamente muchas veces sigue gritando condena por lo bueno de este mundo y que es capaz de preferir lo malo, de ser cómplice del delito, con tal de no aceptar sus propias culpas y vivir bajo un falso confort.
Ojalá que estas lecciones no fueran solo las lecturas de una semana, o los sermones de las siete palabras en todas partes del mundo, sino la inspiración de cada día para todos aquellos que aspiramos a vivir en paz, lo que también nos demostró Jesús es el mayor de los tesoros a que podemos aspirar, pues una vez resucitado fue lo que regaló a sus remanentes once apóstoles.