Mientras los países anglosajones dicen “It’s the law”, los de origen latino proclaman el aforismo romano “dura lex, sed lex”. Desde los primeros cursos de enseñanza universitaria, se inculca a los futuros abogados -cual si fuera un mantra- la trilogía invariable del carácter obligatorio, general y abstracto de la ley.
Parecería que bastaría con esos dictámenes tan absolutos para que no hubiese el menor resquicio de duda de que las disposiciones legales se han creado para cumplirlas, después de un proceso que se supone deliberativo y en pleno ejercicio de los poderes del Estado. Por eso, se espera que no tengan otra condicionante que las que ella disponga para valerse por sí misma, sin muletas, sin excepciones y sin más límites que su propio imperio. La norma es una construcción llamada a ser acatada por todos aquellos a quienes va dirigida, no a ser un trofeo inoperante, con mucho ruido y pocas nueces, para ocupar un espacio en la gaceta oficial. Sin embargo, esa ley cuyos principios de libertad, igualdad y fraternidad sirvieron de fundamento a la Revolución Francesa, es un ente multiforme y veleidoso que se acomoda a las circunstancias, se elude, se transgrede, se desconoce, se modifica y, en el peor de los casos, se ignora, si su destinatario logra mantenerse indemne.
En la búsqueda de la especialidad, cada vez esa legislación (a veces importada de sistemas avanzados) es más inútil que bikini en Siberia, por dirigirse a estratos particulares que no se sienten identificados con ella y a los que ni siquiera alcanza. Existe numerosa normativa aprobada que gravita en el universo jurídico cuya única explicación es la creatividad del legislador de turno, para justificar su labor en una curul, frente a unos votantes a los que debe rendir cuentas.
En procura de amparo, del precepto legal se aprovechan los beneficiarios que han sido considerados en ella como merecedores de un tratamiento especial, pero que, conocedores de tales privilegios, abusan de ellos y de los fines loables por la que fue emitida. Basta observar el comportamiento de muchos consumidores, sindicalistas, embarazadas e inquilinos que se resguardan en ese tipo de legislación para justificar sus inconductas y excesos, en su pretendido papel de parte débil.
En miras de su generalidad, la regla es a veces tan amplia que no aporta nada y tan inservible que es declarada letra muerta, cuando aún no está seca la tinta de la firma de su promulgación. O talvez tan novedosa, intrincada, técnica y modernista que no haya poder humano que logre hacerla cumplir, por estar enredada entre requisitos, procedimientos y explicaciones complejas que no entienden ni sus propulsores.
La ley no solo debe ser una exhibición ostentosa de términos incomprensibles para llenar el ego de sus autores, sino que debe ser una herramienta eficaz que sea, en esencia, sencilla, justa y clara; no solo acatada, sino también comprendida, porque sus intenciones son tan evidentes que provoca ser respetada (sin necesidad de coacción), siempre que tras ella no exista suspicacia de agendas ocultas porque se hubiera presentado para beneficiar a unos cuantos.
De nada sirve esa profusión legislativa incontenible, si no obedece a realidades concretas y a necesidades que se encuentren plenamente identificadas. No deben ser el pretexto para discursos de juristas o ilustración para adornar sentencias, sino, verdaderas obras jurídicas que en su simpleza cumplan con su objetivo. De lo contrario, permanecerán como ese ornamento de lujo que se admira en los escaparates, espectacular, imponente y brillante, pero inalcanzable y frágil porque se mira, pero no se toca.