Hace relativamente poco tiempo que a los Estados les tomó comprender que la mejor forma de aniquilar el crimen organizado es atacando su incentivo económico, ya que lo más doloroso para un delincuente es que se afecte por lo que “ha trabajado tan arduamente” (sus ganancias ilícitas). Y tienen razón, después de exponer su vida (y llevarse la de unos cuantos de encuentro), romper reglas, sobornar medio mundo y dedicar un tiempo precioso a la causa, les afecta sustancialmente que se atente contra esos beneficios que representan el premio a su labor criminal.
Acorde con la tendencia mundial, nuestro país aprobó la Ley Nº 155-17 contra lavado de activos y financiamiento al terrorismo del 1 de junio de 2017 (sustituta de la Ley No. 72-02 sobre Lavado de Activos del 7 de junio de 2002) que incluye el blanqueo de ganancias provenientes del narcotráfico, terrorismo, tráfico (de humanos, órganos, armas o influencia), extorsión, desfalco, prevaricación, delitos de funcionarios, entre otros. Viendo ese listado, estas infracciones graves se ven lejanas y aparentemente ajenas al ciudadano común quien solo dirige su dedo acusador a las llamadas personas expuestas políticamente (PEP), pero en realidad, no estamos exentos de sus tentáculos -entre pulpos, medusas y corales- porque los instrumentos monetarios no llevan la etiqueta de su origen.
En efecto, el lavado de dinero es un delito complejo en que se pretende alejar la fuente ilícita de los fondos para hacerlos aparentar como legítimos, mediante una serie de actos en los que el de la colocación del efectivo en el sistema constituye el más vulnerable porque su procedencia llamaría la atención. Superada esa fase, el proceso puede darse por exitoso cuando se pierde el rastro dejado atrás y se insertan esos activos en la economía formal; pero para eso, se necesita una estructura colectiva y mucha gente involucrada.
En ese sentido, la ley alcanza, no solo al participante activo que actúa a sabiendas en la conversión y transferencia, sino también al que oculte, encubra, adquiera, administre o utilice ese tipo de bienes. También aquel que asesore, facilite y colabore en condición de empleado, ejecutivo, funcionario o testaferro. Por tratarse de un delito autónomo que no requiere la comprobación de la infracción que lo ocasionó, provoca que en sus redes (y no sociales) pueda caer el más incauto de los ciudadanos a quien la autoridad judicial interpretaría su intencionalidad como “una ignorancia deliberada”.
Entonces, tras ese negocio fácil sospechosamente atractivo, esa venta a un precio descomunal, ese favor de apariencia inofensivo de prestar el nombre o ese acomodo al cliente de ilimitados recursos, subyace la vinculación con el lavado; por tanto, a la persona despistada o sabihonda que no ha sabido elegir a sus acompañantes y que cree haber dado un golpe de suerte, le podría pasar con las autoridades como a la monjita aquella: “dijeron a todas”.