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“La soledad, que era mi tentación, se convirtió en mi amiga. ¿Qué otra cosa  podría satisfacer a alguien que ha estado cara a cara con la historia?” .

CHARLES DE GAULLE

“A lo largo de su vida, este hombre extraordinario pero hurañamente solo, buscaba siempre la fuerza en el aislamiento y no en el trabajo de los otros; estar solo y actuar solo era para él la única forma de ‘independencia’ que podía reconocer”.

DON COOK DE CHARLES DE GAULLE

         La brisa movía ligeramente las hojas de los árboles, aquella noche de luna brillante y cielo despejado, propia para enamorados.  Pero el poeta sentado en una de las tres sillas colocadas en el césped del inmenso patio de la Nunciatura Apostólica, para combatir el calor, no hacía versos esa noche.

         Cabizbajo y pensativo parecía meditar, atento a la callada conversación de sus dos preocupados acompañantes, acerca de un porvenir que distaba de ser prometedor.  Nadie podía atreverse a afirmar allí que ese porvenir existiera.  En algún punto de la ciudad, dominada por la oscuridad de esporádicos apagones, alguien lanzaba maldiciones a su nombre.  Simulando indiferencia, en un salón del Palacio Nacional, los hombres que le habían sucedido en el poder esperaban ansiosos el final de esa pequeña reunión.

         La tímida monja vestida de azul y cubierta de un manto blanco, se acercó con un gesto de reverencia al hombre grueso ataviado con un hábito púrpura que revelaba su dignidad de prelado católico.  Monseñor Antonio Del Giudice, secretario de la Nunciatura y encargado de la misión, acercó su oído a la religiosa:

         -Excelencia, van a ser la diez.  El auto aguarda.

         Del Giudice hizo señas al tercer hombre, y éste, Fernando Amiama Tió, consultor jurídico de la Secretaría de Relaciones Exteriores, apretó con afecto el brazo derecho del hombre de pequeña estatura sentado en la silla del medio, y le dijo con una voz tan queda que pareció un susurro:

         -Es hora de marchar, doctor Balaguer.

         El ex Presidente sonrió levemente y dirigió una última mirada a la residencia contigua, donde había vivido por años.  Allí quedarían sus tesoros más amados: su madre y hermanas, los perros Collies y la biblioteca de miles de volúmenes, hermosamente encuadernados y rigurosamente clasificados, casi con el mismo rigor espartano de su vida metódica.  De esto último habían sido testigos mudos las habitaciones de la modesta mansión que no volvería a pisar en años.

         El hombre se arregló el traje oscuro cruzado, se ajustó el sombrero negro de fieltro, que sostenía sobre una de sus rodillas, levantándose con un ligero gesto de cansancio y decisión.

         -No perdamos más tiempo-, dijo, dando un apretón de manos a Del Giudice primero y luego a Amiama, con un extraño brillo de afecto en sus ojos tristes, cubiertos por gruesos anteojos de concha.

         En la marquesina interior de la residencia del representante papal, aguardábale el Chevrolet negro placa 322, matrícula diplomática, adornado con la bandera del Vaticano en el extremo delantero derecho.  La monja abrió de par en par las pesadas puertas de roble y los tres hombres alcanzaron el automóvil.  Monseñor Del Giudice tuvo un último gesto de cortesía hacia su acompañante, ocupando el lado izquierdo detrás, dejando al ex Presidente el puesto de la derecha.  Ni un guardaespalda; nadie más abordaría el coche.  Balaguer se detuvo unos momentos y dio un fuerte abrazo de despedida a Amiama.

         -No se preocupe, doctor, le sigo hasta el aeropuerto- díjole Fernando Amiama, con la voz entrecortada por la emoción y resentida aún por los golpes y torturas sufridos en la cárcel en los meses siguientes al asesinato del tirano.

         Sin escoltas, el automóvil abandonó a paso de procesión la residencia de la Nunciatura pocos minutos después de las 10:00 p.m.  Como estaba previamente acordado, el coche salió a la Avenida Máximo Gómez, dobló en dirección norte y se detuvo para dar inmediatamente marcha atrás unas yardas hasta situarse directamente frente a la número 25; la que seguía siendo la residencia del ex Presidente y que esa noche abandonaría no sabía hasta cuándo.

La puerta de entrada a la Nunciatura que da a la Máximo Gómez permanece cerrada.  Sólo es utilizada en casos excepcionales.  La Misión volvió a abrirla casi 20 años después en ocasión de la primera visita del Papa Juan Pablo II.

         Balaguer bajó con parsimonia la ventanilla y extendió el brazo derecho en señal de despedida hacia la tranquila señora sentada al lado interior del portón de hierro de la marquesina.  Del rostro arrugado de la mujer de 85 años, Carmen Celia Ricardo Viuda Balaguer, su amada doña Cely, brotaron un par de lágrimas.  Dominado por la emoción Balaguer musitó: “Dios te bendiga madre”. Monseñor Del Giudice alcanzó a oírle y le persignó, estrujando nerviosamente entre sus manos el crucifijo de plata que pendía de una cadena del cuello.  El ex Presidente subió la ventanilla y fijó su mirada melancólica hacia un punto indefinido del frente.  Nunca pareció este hombre tan taciturno.

         El prelado experimentó una sensación de simpatía hacia su acompañante e hizo una breve señal al conductor, quien giró a la derecha tomando la Avenida César Nicolás Penson, en dirección este, con destino al aeropuerto internacional de Cabo Caucedo, distante 25 kilómetros.  Fernando Amiama adelantó el paso y abordó el auto estacionado en la calle pudiendo situarse detrás.  Sólo otros dos vehículos componían aquel extraño cortejo: un pequeño coche en el que viajaban sus hermanas y una camioneta verde en la que dos hombres –Rafael Vallejo Lora y otro miembro de la familia, Frank Balaguer-, transportaban el equipaje, compuesto por dos maletas y unos bultos, cargados de libros y documentos personales.  La camioneta era conducida por Vallejo, hermano de Mario, el esposo de Emma, una de las hermanas del ex Presidente.  Junto a ella, en el otro vehículo, iba Carmen Rosa, también hermana del viajero. Rafael Vallejo había seleccionado él mismo los vehículos y aprobado sus ocupantes. Durante el último mes y medio había sido una de las pocas personas autorizadas por el propio Balaguer a visitarle en la Nunciatura.  Un profundo sentimiento de admiración y respeto le unía al hombre con el que había compartido tantos secretos.  No pudo evitar una mueca de rabia y dolor al arrancar para situarse detrás del pequeño cortejo, que atravesó toda la ciudad como una procesión fúnebre.

         Otros dos vehículos se unirían a la caravana.  El cabo del Ejército Ojeda Valenzuela, “Campeche”, de 25 años, tomó la decisión de ir hasta el aeropuerto conduciendo él mismo el automóvil particular de Balaguer, un Chevrolet negro modelo 1956, matrícula privada, que tomó del garaje de la residencia del ex Presidente.  La idea de “Campeche” era la de servir de protección en la eventualidad de que turbas intentaran impedir la llegada del grupo al aeropuerto.  El militar, perteneciente a la antigua escolta presidencial y viejo amigo de la familia, adoptó algunas precauciones personales.  Para disimular su condición de militar se puso sobre el uniforme un “jacket” deportivo de cuello alto que cubría las insignias y tuvo el cuidado de colocar su ametralladora de mano sobre el asiento delantero.  Tan pronto como el automóvil que conducía a Balaguer salió de la Nunciatura, “Campeche” se situó delante y marchó a velocidad por la ruta previamente acordada sirviendo de franqueador, pero tratando de llamar la atención lo menos posible.  Había tomado su decisión a escondidas de sus superiores.  Si era descubierto tendría que sufrir las consecuencias que no podían ser otras que la puesta en retiro y probablemente una condena de cárcel por desobediencia.  Pero a él, “Campeche”, eso no le inquietaba.  Su preocupación en ese momento era la protección del ex Presidente y él no estaba dispuesta a dársela, sin tomar en cuenta los riesgos.

         El otro acompañante no autorizado era un joven secretario particular del ex mandatario.  A sus 27 años, Rafael Bello Andino era probablemente uno de los hombres más allegados e íntimos de Balaguer.  En el último mes y medio se le había permitido ingresar casi diariamente a la Nunciatura para recibir taquigráficamente los dictados y cartas del ex Presidente que luego llevaba de nuevo para su firma.  Ese día, Balaguer había dictado varias cosas importantes, entre ellas las misivas dirigidas al director de El Caribe explicando la forma en que se produjo el golpe del martes 16 de enero y una más breve al licenciado Ángel Liz, secretario de Justicia, pidiendo una investigación de sus bienes.  Una tercera, no menos importante, estaba dirigida a sus partidarios y delineaba las directrices de lo que sería después Acción Social, el partido político que le serviría de plataforma y apoyo para su regreso.  Años después la organización cambiaría su nombre por el de Partido Reformista y en la década de los años ’80, adoptaría el de Partido Reformista Social Cristiano.

         Bello Andino, que había comenzado a trabajar con Balaguer a los 19 años, cuando éste ocupaba funciones ministeriales, estacionó estratégicamente su pequeño automóvil color azul sobre la acera del lado opuesto de la avenida Máximo Gómez, frente a la Nunciatura, para poder unirse a la caravana por cualquiera de las rutas que tomara.  Tan pronto como el automóvil que conducía a Balaguer abandonó el patio de la residencia diplomática, Bello encendió el motor, movió la palanca de cambios y puso en marcha su coche, situándolo en la cola de la pequeña caravana.  Dejó escapar un prolongado suspiro como si se hubiera despojado de una pesada carga personal.  En esos momentos difíciles, él no iba a dejar solo al hombre a quien más admiraba en este mundo.

         Con aquella solemnidad y excitación concluía un asilo de 90 días, cuyo desenlace parecía, apenas poco antes, lejano e incierto.  Las presiones de la UCN y de los estudiantes para que se impidiera la salida del ex Presidente iban en aumento.  El Consejo mismo era decididamente opuesto a otorgar el salvoconducto solicitado a la Cancillería por la Nunciatura, varias semanas antes.  Apenas el día anterior, Reid Cabral, hablando a nombre del Gobierno, había formulado una escueta declaración que daba el caso por cerrado.  Respondiendo a las advertencias de la UCN sobre las consecuencias que podrían derivarse de la salida de Balaguer, el “consejero” había dicho: “La petición de la Nunciatura no ha sido aún considerada”.

         La UCN presionaba al Consejo para lograr posponer indefinidamente una decisión y evitar así que el débil gobierno colegiado cediera a las más sutiles presiones diplomáticas de la Nunciatura.  “El Consejo no puede ni debe acceder a la solicitud el Nuncio”, proclamaba el grupo político.  La decisión de si se permitía el exilio de Balaguer o se forzaba a enfrentar cargos debía dejarse al régimen que surja producto de la consulta electoral.  Las elecciones estaban señaladas para efectuarse, ése era el problema, el 20 de diciembre.  La indefinición del caso podía suscitar conflictos peores. La UCN parecía no darse cuenta de esa posibilidad.  En cambio, su comunicado instando al Consejo a declinar cualquier solución del problema surgido con el asilo del ex Presidente, dejaba traslucir la profunda antipatía política que Balaguer inspiraba a su dirigencia.  En medio de las fuertes presiones de la UCN y de las demandas por medidas económicas de corte social, los hombres del Consejo vacilaban.

         El severo comunicado de la UCN invocaba los servicios de Balaguer a Trujillo y sus alegados esfuerzos por perpetuar sus métodos, como una razón de peso para negarle el salvoconducto.  Esta apreciación era en parte cierta.  Balaguer había sido un colaborador del déspota a todo lo largo de los 31 años de dictadura.  Pero una vez muerto Trujillo, sus esfuerzos por encauzar la República, desde su alta posición como Presidente, por senderos democráticos, en las difíciles condiciones existentes, eran evidentes. La acusación de trujillista no dejaba de tener su ironía.  Muy pocos de los líderes del nuevo gobierno podían desentenderse tampoco de su pasado trujillista.  En más de una oportunidad Balaguer había hecho la observación para defenderse de las acusaciones.

         Apenas un día antes de la salida de Balaguer, el martes 6 de marzo, la Cancillería dijo a la prensa internacional que la situación del ex Presidente seguían “sin variación”.  La afirmación era una obvia respuesta al comunicado de la UNC que en parte decía: “En vista del sentimiento de unánime indignación popular provocado por la actuación del doctor Joaquín Balaguer como servidor sucesivo de la tiranía de Rafael L. Trujillo, del empeño de sus herederos en perpetuar el régimen en forma de sucesión dinástica tras el ajusticiamiento del tirano y de la pretensión del ex general Rodríguez Echavarría de imponerle una nueva dictadura militar a la República, al través de violencias y masacres que dejaron un doloroso saldo de víctimas, procede posponer toda consideración de este asunto (el otorgamiento del salvoconducto) hasta la instauración del gobierno que surja del sufragio popular”.  Tal decisión, estimaba la UCN, “no podría afectar ni el respeto del actual gobierno por la sede de la representación pontificia, ni los tradicionales sentimientos de veneración del pueblo dominicano por la Iglesia Católica, y por su jefe espiritual, el Pontífice Romano, que no deben someterse a una improcedente y crítica prueba otorgando el salvoconducto solicitado por la Nunciatura a favor del doctor Joaquín Balaguer”.

         Fernando Amiama había finalmente llevado el salvoconducto a la Nunciatura ese mismo miércoles 7 de marzo de 1962, por encima de muchas objeciones.  El asilo diplomático es una institución del derecho internacional americano.  Muy raras veces las misiones pertenecientes a naciones fuera del continente americano conceden este beneficio a los perseguidos políticos.  Balaguer habíase refugiado en la Nunciatura por diversas razones.  La principal de ellas era obviamente la proximidad a su residencia, separadas solamente por una pared de cemento.  No cabía duda, sin embargo, de que Balaguer estaba convencido de que sin ser firmante de ningún tipo de convención sobre el asilo (el Código de Bustamante, de La Habana o la Convención de Caracas), las puertas de la misión vaticana se abrirían para él en nombre de la infinita misericordia de Dios.

         Las dilaciones, bajo pretextos baladíes, para la expedición del salvoconducto, colmaban la paciencia del huésped de la Nunciatura.  A comienzos de marzo, Balaguer hizo llamar a los hermanos Amiama Tió, Luis, el miembro del Consejo de Estado y Fernando, su amigo personal.  En un tono que no dejaba dudas sobre su determinación, Balaguer fue preciso.  Si el asunto se dilataba por más tiempo, él abandonaría la sede de la misión diplomática y se iría a su residencia a enfrentar las consecuencias.  Tal posibilidad añadiría un nuevo y explosivo elemento a la situación.  Las derivaciones de tal comportamiento podían ser mucho más comprometedoras para el Consejo que las de una salida al exilio del ex Presidente.

         Luis Amiama analizó las posibilidades y llegó rápidamente a una decisión.  Balaguer tendría que irse al exterior.  En torno tajante, pero casi de súplica, pidió al ex mandatario un plazo de 72 horas.  Si al cabo de ellas no se le expedía el salvoconducto, él mismo se haría responsable de sacarle sano y salvo del país, por la frontera con Haití si fuese necesario.  Balaguer dio su consentimiento al plazo.

         Los hermanos Amiama Tió volvieron a la Nunciatura la mañana del miércoles 7 de marzo, portando un sobre lacrado con el membrete de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores.  Era el certificado que le permitiría viajar al exterior esa misma noche, poniendo fin a una larga e inquietante espera.

         Balaguer pidió esa mañana un favor personal a Luis Amiama.  Sacando un fajo de 2,000 pesos dominicanos, le rogó hacérselo cambiar por un giro por la misma cantidad en dólares sobre un banco en Nueva York.  Con esa suma se disponía a emprender su exilio.  Balaguer no olvidaría ese último gesto.  Mostraría su reconocimiento en una carta que le haría llegar después con un amigo común.

         Una sucesión de llamadas apresuradas pone a las redacciones de periódicos y a los corresponsales extranjeros, en aviso de la sorpresiva salida del ex Presidente.  Muchos apenas alcanzan a llegar al aeropuerto cuando un solitario y pequeño hombre vestido de negro, con paso firme, aborda directamente desde el Chevrolet negro de la Nunciatura, el cuatrimotor de la Compañía Dominicana de Aviación que le conduciría, como un pasajero más, a San Juan, Puerto Rico.

         Balaguer no fue el único pasajero importante de esa noche.  Del Chevrolet verde matrícula oficial 624, de la Aviación Militar, se apeó un hombre alto, vestido de gris, llevando un abrigo en su mano derecha. El reloj de pared de la oficina de migración marcaba las 10:29.  El militar de guardia corrió a la rampa, cuando vio detenerse el auto a pocas yardas del avión, un HI42 de la CDA, con vuelo programado también hacia la capital puertorriqueña.

         Con aire tranquilo, Rodríguez Echavarría encendió un cigarrillo y aspiró dos bocanadas seguidas.  Sus dos acompañantes, el coronel Antonio Mieses Franco, del Ejército y el mayor José J. Morillo, de la Policía, le indicaron la escalerilla del aparato para que subiera.  Rodríguez Echavarría echó una última ojeada al lugar y exclamó con voz lo suficientemente alta como para ser escuchada por el torrente de periodistas que corría hacia él, desde el edificio de la terminal:

         -¡Miren la forma en que me han pagado todo lo que hice por la República!

         El ex jefe militar sonrió a los dos oficiales, que habrían de acompañarle hasta San Juan y retornar el día siguiente y tiró el cigarrillo al piso.  En la puerta del avión, giró sobre sus talones y de cara a los reporteros se despidió:

         -Adiós, juventud.

         El aparato de hélice en que viajaba Rodríguez Echavarría había alzado vuelo, cuando el Chevrolet negro con la banderilla del Vaticano se detuvo en el mismo lugar del coche anterior y el militar de guardia corría nuevamente hacia la rampa con tiempo para abrir la portezuela trasera derecha.  Los otros tres vehículos que formaban parte de la pequeña y silenciosa caravana se estacionaron detrás a prudente distancia.  De los coches salieron unas siete personas.  Fernando Amiama, una de ellos, se despidió nuevamente de Balaguer y se retiró.

         A pocos metros, una batería de fotógrafos y reporteros luchaban frenéticamente para llegar hasta el ex Presidente, quien rápidamente abordó el avión sin volver la cara atrás.  El avión tomó de inmediato pista y ascendió.  Eran exactamente las 10:45 de la noche.  Los dos pasajeros que iban a un mismo destino, después de haber compartido tantos momentos difíciles y decisivos para la nación, no tenían esa noche informaciones uno del otro.  No habían vuelto a verse desde la noche del 16 de enero en Palacio.

         La noticia de la salida de los pasajeros, difundida inmediatamente por los noticiarios de radio, desencadenó escenas callejeras de protestas.  En el populoso sector de San Carlos, desde cuyos tejados podía verse el esplendor de la cúpula redonda del Palacio Nacional, estallaron bombas y se incendiaron neumáticos en las calles para dificultar el tránsito.  En diferentes puntos de la ciudad, volvieron a escucharse los sonidos de disparos.  Informes sin confirmación ser referían a enfrentamientos con saldo de varios heridos.

         Un comunicado oficial trataba esa noche de aquietar los ánimos más que de ser una explicación de la salida de Balaguer y Rodríguez Echavarría. Al primero se le había permitido la salida acogiendo la petición “hecha en ese sentido por la Nunciatura Apostólica”.  El ex jefe militar salía simplemente deportado.  Aunque ambos eran acreedores de la “repulsa pública”, añadía, por la actuación que desarrollaron “en perjuicio de los anhelos de libertad y justicia de nuestro pueblo”, la medida adoptada por el Consejo de Estado no debía ser enjuiciada por la población “con la ligereza propia de quienes contemplan el difícil arte de gobernar como un juego exento de peligrosas complicaciones”.  La salida de ambos, en fin, obedecía a “motivos superiores” y a razones de seguridad, que de haber sido desestimadas por el Consejo “nos hubieran arrastrado, en dolorosa regresión, a terrenos políticos de ingratas perspectivas”.

         Unos cien manifestantes, enarbolando pancartas del Catorce de Junio, se detuvieron esa noche a las puertas del Palacio Nacional.  El que parecía llevar la voz cantante dejó tronar su voz, ronca de tanto gritar, a través de un megáfono: “Fuera el Consejo.  Muera Balaguer”.

         Dentro, en la gigantesca mole de mármol y concreto, la exaltación se iba apoderando de los miembros del Consejo de Estado.  El presidente Bonnelly llamó a una reunión de emergencia para discutir la situación y encontrar medios para satisfacer los reclamos de la población, en rebeldía por la salida de Balaguer y Rodríguez Echavarría.

         Del aeropuerto, Fernando Amiama Tió condujo a gran velocidad hacia el Palacio.  En el trayecto alcanzó a ver cómo crecía la protesta.  En el salón de reuniones del Consejo, los miembros del gobierno colegiado parecían haberse puesto de acuerdo sobre una medida política que tendería, entre otras cosas, a acallar el clamor de las protestas populares que tildaban al gobierno de trujillista. Mediante dos leyes promulgadas esa noche con los números 5835 y 5836, se declaraban bienes nacionales y confiscaban las propiedades de connotados personeros de la dictadura.  Las acciones afectaban directamente a figuras todavía influyentes: José María Bonnetti Burgos; Fernando A. Sánchez, hijo; Gilberto Sánchez Rubirosa; Marcos A. Gómez (propietario del cine Olimpia, incendiado por las multitudes el 16 de enero); doctor José A. Sobá, médico del dictador; Víctor J. Sued; Virgilio Álvarez Sánchez y Virgilio Álvarez Pina (Don Cucho), todos hombres prominentes de la tiranía y cercanos a Trujillo en su tiempo.  La confiscación abarcaba todos sus bienes, en cualquier compañía o corporación y “en donde quiera que se encuentren”.

         Fernando Amiama Tió penetró al salón con la noticia que todos allí esperaban.

         -El hombre acaba de irse.

         Uno de los presentes hizo un ademán despectivo con el rostro y comentó, no sin cierto desparpajo:

         -¡Por fin, salimos de esa vaina!

         Luis Amiama Tió, que había permanecido la mayor parte silencioso, no pudo reprimir un sentimiento de indignación.

         -Eso que tú llamas vaina, regresará.  Es un líder el que se ha ido.

         Alguien quiso dar un tono de chanza a la pesada atmósfera de la reunión:

         -Líder o no, ¿Por qué no nos dejamos de pendejadas?

Posted in Enero de 1962

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