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“Los antiguos historiadores nos dieron
deliciosas ficciones en forma de hechos;
los novelistas modernos nos ofrecen los hechos más insípidos a guisa de ficción”.
OSCAR WILDE
(La decadencia de la mentira)
En el Palacio Nacional apenas se veían empleados. Sólo quedaban unas cuantas secretarias y aquellos que habían podido presentarse a sus oficinas a pesar de la escasez de transporte y las rigurosas medidas implantadas en la ciudad. Para esos escasos y abnegados trabajadores, nada tuvo de sorprendente la llegada tranquila del solitario hombre vestido de gris que hasta la noche anterior había sido el Presidente.
Sin ninguna clase de problemas, Balaguer pasó el control militar de acceso a Palacio y entró a lo que hasta ese momento sería su despacho. Con la misma parsimonia de siempre se entregó esta vez a la tarea final de limpiar su escritorio. Después de terminada la operación, procedió a entregar un pequeño juego de llaves a su sucesor, doctor Huberto Bogaert, como presidente de la Junta Cívico-Militar detrás de la cual actuaba, como verdadero hombre fuerte, el general Rodríguez Echavarría. Tomó un retrato de su padre, y se despidió con un ligero y característico saludo alzando el brazo derecho.
Tranquilo en medio de aquel aparatoso suceder de acontecimientos desbordantes, una aureola de dignidad parecía acompañar a aquel hombre en su retirada. Sin más compañía que la del teniente coronel Rafael de Jesús Checo, su ayudante militar; su chofer, sargento Luis Alvarado Mena; Polibio Díaz, su entrañable consejero de siempre y Santiago Rodríguez (Chago), tío de Rodríguez Echavarría, abordó el automóvil en el parqueo interior del edificio, seguido de otros vehículos de su escolta.
Apenas unos cuantos empleados del servicio se percataron de la salida de los vehículos, cuando éstos traspasaron las puertas de hierro rigurosamente protegidas de acceso a la calle México, por la zona posterior de la enorme mansión ejecutiva de mármol levantada en 1947 por Trujillo. Después correría el rumor de que Balaguer había solicitado protección diplomática de la Nunciatura, vecina a su residencia. Esa noche la Secretaría de la Presidencia expediría un escueto comunicado: “Por la presente se hace del dominio público que el doctor Joaquín Balaguer cesó en sus funciones de Presidente de la República y Presidente del Consejo de Estado en la noche del 16 de los corrientes, y que en consecuencia desde esa fecha no se encuentra en el Palacio Nacional”.
A las dos de la tarde cuando Reid Cabral volvió a Palacio a entrevistarse con Bogaert, lo encontró inmerso en la absoluta soledad que reinaba allí por todas partes. El amplio escritorio presidencial lucía más grande ante la ausencia de papeles y documentos oficiales. El vuelo de una mosca alrededor de una de las puertas de acceso a los balcones de la oficina hubiera podido oírse con claridad en el pesado silencio predominante. Bogaert le habló ligeramente sobre sus planes inmediatos. El más urgente y prioritario estaba a punto de consumarse. El presidente consultó su reloj y dijo que a más tardar dentro de una hora su chofer vendría por él para llevarle de nuevo a Mao, donde residía gran parte del tiempo.
Huberto Bogaert había quedado virtualmente desamparado en Palacio. Cuando Reid Cabral le visitó, aproximadamente a las dos de la tarde de ese miércoles 17 de enero, sólo podían verse soldados, fuertemente artillados, dispersos por toda la mansión ejecutiva. Apenas una hora antes había leído ante la cadena de radio y televisión oficial el texto de un discurso, traído con urgencia a Palacio, en el que los autores del golpe trataban de delinear los propósitos del nuevo régimen. La audiencia nacional había sido prácticamente nula. Sin embargo, la imagen más viva del poco respaldo del que podía ufanarse la Junta, la proporcionaba el auditorio reducido que le había acompañado mientras leía mecánicamente, con voz carente de emoción o entusiasmo, el texto redactado por un cerebro oculto.
Es poco probable que Bogaert escribiera el texto de ese discurso, ya que apenas horas antes fue enterado de su papel en la crisis.
La presencia única del ex senador Santiago Rodríguez, el omnipresente Fabio Herrera, el subsecretario de Finanzas, Bernardo Díaz, Néstor Contín Aybar, de la consultoría jurídica de la Presidencia y Eudoro Sánchez y Sánchez y otros empleados de menos categoría de Palacio, subrayaba el repudio general y confería a la ceremonia cierto aspecto macabro. Varios de ellos se hallaban allí por coincidencia u obligación. El discurso de Bogaert se enmarcaba en el estilo clásico de las asonadas militares latinoamericanas. Prometía elecciones libres en un plazo prudente, restablecer el orden público, preservar la propiedad pública y privada y defender los valores de la nación de la amenaza del comunismo. Pero ¿quién se tragaría todo eso?
Abogado de prestigio, Bogaert había adquirido notoriedad pública en las altas esferas de la sociedad dominicana como funcionario al servicio de Trujillo. Escasos compatriotas con sus credenciales trujillistas, podían vanagloriarse de la respetabilidad que le rodeaba. Un rasgo de su personalidad podía extraerse de una anécdota nunca confirmada de sus relaciones con el déspota. Según sus amigos, siendo secretario de Estado de Agricultura, unos años antes, había recibido de Trujillo un sobre como regalo de Navidad con un cheque a su nombre por un monto de 50,000 pesos (dólares al cambio oficial). Tan generoso donativo le había estado “ardiendo” los bolsillos durante más de una semana, hasta que, después de consultarlo con un familiar cercano, amigo común de Trujillo, decidió devolverle el cheque acompañado de una misiva de puño y letra reiterándole ardorosamente su adhesión inquebrantable “la cual no requería de dinero o presente alguno”. La reacción inmediata del tirano disipó sus grandes temores. “Con amigos sinceros como usted”, le decía también en carta escrita a mano, “que fácil hubiera sido gobernar a esta nación”. Pocos colaboradores del hombre que rigió a la nación con puño de hierro durante tres décadas hubieran podido rechazar un presente suyo como ese.
La soledad palaciega permitió a Bogaert reflexionar sobre su suerte. Fue requerido la noche anterior desde Palacio, sin que se les indicaran los motivos. Balaguer le había llamado personalmente por teléfono a su residencia en Mao, provincia de Valverde, donde ejercía las funciones de gobernador. Presto a cumplir con sus deberes ciudadanos, allí donde se les demandaran, acudió temprano a la mansión presidencial desconocedor todavía de las razones. Vestido de blanco, como era usual en él, había esperado pacientemente a las puertas del Palacio, donde le dejó el taxista, como un curioso o turista cualquiera, hasta que pudo penetrar a él, bajo circunstancias aún más curiosas que las de su sorprendente e inesperada designación.
Varios días después del contra-golpe que desalojó a la Junta Cívica-Militar y restableció el Consejo de Estado bajo la presidencia de Bonnelly, Bogaert ofreció una versión pública de cómo se vio envuelto en tales acontecimientos. “A las 11:00 de la noche del martes 16”, explicaba, “recibí una llamada telefónica del Presidente Balaguer reclamando que me presentara al Palacio lo más rápidamente que me fuera dable. En atención a su apremiante requerimiento salí inmediatamente de Mao, para esta ciudad (Santo Domingo), a donde llegué a las cuatro de la mañana del miércoles 17. A las siete y media antes meridiano, llegué a Palacio. Tan pronto hice acto de presencia, me recibió el Presidente Balaguer, quien me condujo a su despacho, en donde en forma impresionante me expuso la situación angustiosa que estaba viviendo la familia dominicana“. Balaguer apeló a su sentimiento patriótico en forma vehemente: “Don Huberto”, continua el relato, “el país está al borde un tremendo caos; se esperan acontecimientos cuyas consecuencias desastrosas para la familia dominicana están fuera de toda previsión. Conociendo su entereza de carácter y su seriedad, he pensado que usted es hombre capaz de restablecer el imperio de la ley y el orden. La Patria lo necesita y yo espero que usted no la desampare en esta hora decisiva de su destino”. La imploración de Balaguer fue demasiado para Bogaert, quien aceptó encabezar la Junta. El Caribe destacó al día siguiente una versión anónima de un funcionario palaciego confirmando este relato extraordinario. De acuerdo con esta versión periodística, Balaguer se decidió llamar a Bogaert después que le resultó imposible convencer a Donald Reid Cabral, los Messina y otros candidatos, a formar parte del nuevo régimen de facto. Irónicamente, Reid Cabral sería designado en el Consejo de Estado, para llenar la vacante dejada por Balaguer con su renuncia.
Freddy Dalmau, alias “Capitán”, encendió con una húmeda cerilla su último y arrugado cigarrillo “Cremas”. Salvo los últimos acontecimientos violentos, el día había sido como cualquier otro en El Caribe. Había estado trabajando al servicio del diario como chofer durante ocho años y no le extrañaban las sorpresas. Estaba preocupado, sin embargo, por la hora.
El trayecto del diario a casa, donde le esperaban impacientes su esposa e hijos, estaba lleno de peligros, con patrullas prestas por doquier a disparar contra cualquier cosa. Había tenido la precaución de hacerle llegar un mensaje a su esposa de que estaba bien y que si los problemas persistían se quedaría a dormir en el periódico. Todo parecía indicar que iba a tener necesidad de hacerlo y cojollo si le agradaba la idea.
“El Capitán” echó otra furtiva mirada al fondo de la calle El Conde y no vio un alma. Lejanos y esporádicos disparos llegaban a sus oídos como latigazos. Con un gesto de cansancio exhaló profundamente una bocanada y dijo para sus oídos: “Este condenado cigarrillo está tan fuerte como la cosa”. Abrió tranquilamente la puerta del vehículo, se arrellanó frente al volante, y se dispuso a descansar.
Había estado expuesto a las balas y a la furia de las multitudes, conduciendo el vehículo en que los redactores y fotógrafos del diario cubrieron los hechos los dos últimos días. Con todo el peligro que había representado era una experiencia nunca antes vivida. Dalmau estaba sumido en sus pensamientos cuando el “sedán” con chapa oficial que traía a Sánchez y Sánchez y al joven y atractivo oficial de carrera de la Marina de Guerra, se estacionó a su lado silenciosamente.
El “Capitán” los miró con interés y ajeno a lo que ocurría gruñó, dando una nueva bocanada: “Mira que salir a esta hora”.
Rumores y versiones contradictorias sobre la presencia de un buque de guerra de Estados Unidos en el antepuerto de la ciudad, habían contribuido a fomentar la ola de inquietud que se respiraba en todas las esferas de opinión del país aquel día. Había en realidad un barco norteamericana pero no estaba claro todavía que fuera un navío de guerra y mucho menos que estuviera allí para tratar de influir sobre el curso de los acontecimientos.
Dirigentes políticos habían echado a correr la versión de que los Estados Unidos amenazaban con intervenir, tal como había advertido, sin llevarlo a cabo, entre el 18 y 19 de noviembre de 1961, cuando familiares del dictador Trujillo intentaron un golpe militar para perpetuar la tiranía que había sepultado las libertades dominicanas durante 31 años.
Sánchez y el capitán Amiama intercambiaron breves palabras mientras subían parsimoniosamente las escaleras hacia la segunda planta donde funcionaban las oficinas de redacción de El Caribe.
Andrés Veras no le dio demasiada importancia cuando en forma cortés la pareja se detuvo ante su mesa de la pequeña central telefónica del diario y preguntó por los editores. Con gesto mecánico marcó un número interno y comunicó al doctor Rafael Molina Morillo, director ejecutivo, la llegada de los visitantes. El redondo reloj de pared colgado a su espalda tenía las 11:40 de la noche.
Molina dejó apresuradamente las pruebas de imprenta sobre su escritorio y dispuso que entraran. Tomó de nuevo el teléfono y avisó al director, Germán Ornes, quien revisaba el editorial en su enorme y desordenado despacho lleno de libros y papeles por todas las partes, al otro extremo de la segunda planta.
En horas de la tarde del día anterior, instantes después de ametrallamiento en el Parque Independencia y después de haber visitado el lugar, Ornes tomó una importante decisión. Llamó a todo su personal a su despacho y les dijo, tal como varias semanas después lo relatara la revista norteamericana Time: “El ejército está volviendo a sus viejas tácticas.
Estoy adoptando la decisión de unirme al pueblo en su lucha por la libertad. Quiero ofrecer la oportunidad de irse a sus casas a aquellos que no desean defender el periódico”. Pero nadie se fue a su casa esa tarde.
Time tuvo información de primera mano de éstos sucesos, porque San Harper, su corresponsal, había estado todo el día en el diario revisando archivos y buscando información para su revista. “Cuando los censores llegaron”, diría más tarde la publicación norteamericana, “Ornes desafiante dejó notorios espacios en blanco, donde habían sido censuradas informaciones. Audazmente imprimió las palabras ‘bajo censura’ sobre el cabezote de El Caribe, y continuó publicando tantas informaciones como podía, incluyendo la noticia crucial de que los Estados Unidos le negaban su apoyo al régimen militar”.
La verdad fue que los censores no actuaron como tales y que hicieron cuanto pudieron para demostrar la forma en que detestaban la misión que se les había encomendado.
Emilio McKinney, veterano periodista y abogado que hacía las veces de editor internacional y titulista del diario, daba uno de sus habituales paseos por los pasillos de la solitaria redacción cuando Sánchez y el capitán Amiama se detuvieron ante Veras, el recepcionista. Los periodistas habían respaldado la actitud de Ornes y habían accedido a quedarse en el diario hasta que la edición de la mañana siguiente estuviera lista. Pero a esa hora de la noche McKinney se encontraba, como de costumbre, prácticamente sólo en la redacción. Tenía la responsabilidad de quedarse hasta entrada la madrugada para cuidar de las pruebas finales. Lo había hecho así durante años y le gustaba su trabajo.
“Ellos (Sánchez y Amiama” pidieron hablar con el doctor Ornes, pero Veras, el telefonista, pasó la petición a Molina Morillo. Yo les conduje al despacho de éste. Como me retiré a cumplir mis quehaceres, ignoro lo que hablaron”, dijo McKinney al rememorar los hechos. “Sólo recuerdo que bajaron a los talleres y allí pidieron las pruebas de galeras, principalmente las de primera página”.
Antes de que bajaran a los talleres, Molina protestó airadamente contra la orden de censura. “Me dejaron desahogar”, explicaría años después. “Esto no puede ser. Es un atropello”.
Los censores le explicaron cuán ingrata era su tarea y que entendían perfectamente los motivos de su irritación. “No eran censores ni actuaban como tales. Y creo que momentos después, cuando Ornes dispuso que se dejaran espacios en blanco, entendían a cabalidad el significado de lo que hacíamos. Para ser censores de una situación de facto se portaron muy decentemente”, siguió diciendo Molina. Durante su permanencia en el diario, la pareja no hizo ningún tipo de presión contra sus directores. “Nos pidieron los originales, les dijimos que no era necesario y que bastaba con chequear las pruebas, lo que también aceptaron sin remilgos. En el fondo me parece que no tenían la intención de cumplir la orden que se les había dado”. Las pruebas de composición fueron revisadas en compañía de Ornes. Tan pronto los censores se presentaron al despacho de Molina, éste informó a Ornes que aquellos se disponían a “cumplir de inmediato sus funciones”.
“Molina estaba evidentemente agitado e indignado”, recordó Ornes. “Me informó que no estaba dispuesto a trabajar bajo censura y que abandonaría el periódico. Tras un corto diálogo lo convencí de que no debía hacer eso y que de alguna manera dejaríamos saber que el diario se publicaba bajo censura. También planearíamos cómo dramatizar la situación. Molina accedió a quedarse”.
Inmediatamente después de su breve conversación con Molina, Ornes se entrevistó con los censores. “No conocía a Amiama, pero Sánchez y Sánchez había trabajado conmigo en El Caribe antes de que yo saliera al exilio. Al comienzo los censores querían ver todo lo que se escribía pero yo les expliqué –y lo entendieron- que su misión era impedir que salieran a la luz pública aquellas cosas que a su juicio resultaran no convenientes. Al fin accedieron a un procedimiento que les propusimos de que vieran las páginas antes de ser hechas en planchas de plomo para colocarse en la rotativa”.
Ornes comparte la impresión de que ni Amiama ni Sánchez y Sánchez “sentían entusiasmo alguno por la función de censores” y agregó: “Amiama no estuvo mucho tiempo en la redacción y Sánchez se quedó para ver con Molina y conmigo las planas. De esa circunstancia surgió el hecho de que al censurarse algunas cosas no pudieran ser sustituidas y se dejaron los espacios en blanco”.
Mientras pasaban revista a las pruebas, a Ornes y a Molina se les ocurrió otra idea para dejar sentir su protesta. Consistía en quitar el lema bíblico del periódico “Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”, y poner sobre el cabezote de primera página la expresión “Bajo censura”, en gruesos caracteres negros. Sánchez “no objetó este procedimiento”, asegura Ornes, a pesar de que como periodista de vasta experiencia, Sánchez debía saber bien lo que esto significaba. En cierto modo, el ingenio les permitía actuar interiormente contra la engorrosa misión para la que habían sido llamados.
La operación de censura duró dos noches. Ornes considera que la publicación del cabezote con la expresión “Bajo censura”, y con los espacios en blanco, “contribuyó grandemente a fortalecer la resistencia civil a la junta”.
Cuando entrevisté al doctor Sánchez confirmé lo que ya los otros protagonistas me habían informado; que los censores hicieron todo lo que estaba a su alcance para no cumplir con severidad el encargo de someter a El Caribe. Sánchez lucía preocupado. No le resultaba agradable revivir este asunto, pero fue explícito y sincero. “Prácticamente no hubo censura. Fue un momento desagradable para mí como periodista. Graves acontecimientos políticos estremecían al país entonces. Fue muy enojoso para mí y renuncié al cargo que ocupaba en el gobierno volviendo al periodismo ese mismo año”. Su retorno al periodismo fue, precisamente desde la columna de El Caribe. El comportamiento de Amiama Castillo contribuyó a evitar consecuencias mayores. “Por suerte Frank Amiama”, me dijo Sánchez, “es un militar muy correcto y se comportó como tal. Yo me presenté como amigo del periódico. Sólo vimos las pruebas muy ligeramente. Le dije a Amiama que todo lo que se iba a publicar había sido dicho ya por la radio y que no tenía objeto impedir la salida del periódico. El estuvo de acuerdo. Al día siguiente nos desapoderamos del caso y encargaron a la Secretaría de la censura”.
La noche siguiente una comisión compuesta por otros tres censores se presentó a la redacción y pidió hablar con Ornes. Veras levantó mecánicamente el teléfono pero esta vez llamó a Ornes. Uno de los tres censores era un viejo periodista amigo del director del diario, Néstor Caro, abogado y subsecretario de Estado. La completaban otros dos abogados, Máximo Sánchez Fernández y Plinio Terrero Peña, consultor jurídico. Caro explicó después a McKinney que había dicho a Ornes que se ofreció a acompañar a los otros dos a fin de hacer menos agria la tarea en su condición de amigo del periódico. Los nuevos censores no serían puestos a prueba ya que horas después caía el régimen tras un contragolpe militar. Ornes acudió al Palacio Nacional y allí obtuvo que la censura fuera levantada.
El ruido de las pisadas de los soldados calzando gruesas botas confería un aspecto fantasmal a Palacio. Contribuía a ello la soledad reinante en las oficinas administrativas del gobierno, tambaleante a las pocas horas de haber nacido.
Aquel jueves 18 de enero de 1962, Fabio Herrera llegó, como de costumbre, temprano a su despacho. No había, sin embargo, papeles que revisar y mucho menos que despachar con el Presidente. Bogaert había salido temprano presumiblemente a San Isidro, a una reunión con los jefes militares, pero nadie tenía certeza de que así fuese.
La Junta Cívico-Militar, instalada la noche del martes anterior, había celebrado su primera sesión de trabajo –que llegaría a ser la única- en la tarde del día siguiente. Sin agenda y cuestiones específicas, el presidente Bogaert, que apenas momentos antes había recibido la transmisión de mando del renunciante Balaguer, con la simple entrega de las llaves de su escritorio, se había limitado a expresar a los demás integrantes de la junta: “Esto será tan fácil como dirigir un ayuntamiento”.
Herrera había recibido un encargo muy especial, de cuyo cumplimiento dependería probablemente la permanencia del gobierno de facto. De manos de Eudoro Sánchez y Sánchez, funcionario de Palacio, obtuvo los pasaportes visados con que viajarían a Puerto Rico los cuatro miembros del Consejo de Estado detenidos en la Base de San Isidro. Herrera estaba molesto porque en el curso de la mañana presenció un incidente que indignó a los pocos funcionarios y empleados que permanecían todavía allí, a pesar de la delicada situación imperante. Un oficial había impedido el paso a una zona del edificio a Enrique Pérez Vélez, oficial mayor de la secretaría administrativa de la Presidencia, en forma grosera. El funcionario trató de hacer valer su condición pero fue maltratado. Sólo la intervención oportuna de terceros evitó que se le arrestara.
El incidente precipitó la decisión de Herrera. Sus instrucciones eran la de tramitar los pasaportes para apresurar la salida de Bonnelly y sus compañeros. En lugar de eso, los escondió y redactó su renuncia. A su gesto siguen otras dimisiones. Poco después del mediodía pueden contarse con los dedos de una mano los funcionarios de nivel en sus puestos en la casa presidencial. De hecho no hay gobierno ni autoridad alguna. El teléfono directo del despacho presidencial timbra por espacio de diez minutos, pero nadie responde la llamada.