Vibraba todavía ante el recuerdo de las antiguas hileras de gigantescas piedras del periodo del Segundo Templo, que los hebreos veneran como uno de los lugares más sagrados del judaísmo, y que conocemos como el Muro de las Lamentaciones, cuando las azules y quietas aguas del Tiberíades refrescaron mis ojos, cansados por un largo recorrido que se inició en el King David Hotel, de Jerusalén. En Jericó se había vuelto escuchar el sonido del shofar. Josué rompió el velo del tiempo y sopló para mí su trompeta que siglos atrás había derrumbado las murallas. Pesah Rofe estaba ejercitando su paciencia. Nos habíamos conocido ese memorable viernes 12 de diciembre de 1975.
Él había pasado a buscarme al hotel temprano en la mañana y apenas tuve tiempo para echar una nueva mirada, desde mi habitación del tercer piso, a las milenarias y vetustas construcciones de la vieja ciudad Santa, semi ocultas en la bruma de un amanecer frío y gris.
Tiberíades, testigo de gran parte de la vida de Jesús, era la segunda etapa de un viaje que nos llevaría también al kibutz Ayelet Hashahar, próximo a la frontera Siria, y uno de los testimonios más elocuentes del esfuerzo y la mística israelí, y a las alturas del Golán, escenario de cruentas batallas recientes. Rofe, un periodista judío nacido en Chile, lucía feliz e interesado en ayudarme. Parecía como si a veces le diera trabajo. Trataba de seguir el hilo de sus tranquilas explicaciones, haciendo algunas anotaciones. Su voz, trémula, parecía un susurro. A orillas del Lago Kineret, o Mar de Galilea o de Tiberíades, visitamos los lugares sagrados.
En esas tierras, Cristo había multiplicado los panes y los peces y había sembrado la semilla de la redención humana. Rofe caló sus gafas oscuras para protegerse del violento resplandor que el Sol, directamente sobre nosotros, proyectaba desde el lago, donde comenzaban a retornar botes repletos de peces. Cuando subimos a la cima pasado el mediodía, para comer, la ciudad parecía cubierta por un manto de silencio. En la terraza del restaurante “Doña Gracia” alcanzábamos a oír el sonido de las olas, tan agradable como el del arpa. Desde nuestra mesa en el restaurante construido sobre los restos de un antiguo palacio romano, en los límites, frente al lago, de la vieja ciudad amurallada, la vista era espléndida. Lejos, en lontananza, las montañas de Golán, apenas perceptibles, cerraban el horizonte. Al norte podíamos divisar, cubierto de nieve, el Monte Hermón, guardando sus recuerdos bíblicos como un tesoro. A sus pies manan las fuentes del Jordán que se vierten en el lago, preservando su larga vida útil.
Tres kilómetros más allá, en una ruta a orillas del lago, está Cafarnaum, donde Jesús predicó a los pescadores y escogió sus primeros discípulos. A través de un pintoresco sendero, bordeado por un bosquecillo de eucaliptos, se llega a la aldea.
A la derecha, el monasterio franciscano por cuyo patio hay acceso a las ruinas de la antigua sinagoga, venerada como uno de los santos lugares de la tradición judaica. Allí curó Jesús al siervo del centurión, y desde sus murallas conservadas en el tiempo, es una de las rutas más segura hacia el norte de Transjordania.
Milagrosamente intactos, podían verse en el patio de la vieja sinagoga, diversos utensilios pertenecientes a sus antiguos pobladores y sobre una pared inclinada por el viento los rasgos caros de un grabado de piedra con un cuerno, símbolo de la redención del pueblo judío, y el candelabro sagrado o Menoráh. Por una amplia carretera, bordeada de verdes frutales, llegamos al kibutz Ayelet Hashahar, donde, en la hostería, algunas horas después, cenamos en compañía de un miembro de la comunidad que nos habló larga y tranquilamente sobre sus progresos, los planes futuros de industrialización y los aciagos días de guerra, pendientes, como el aire, cada día en la vida judía. Al día siguiente, fuimos a la meseta del Golán.
En la frontera con Siria, un joven y melenudo soldado israelí detuvo el automóvil, intercambió unas cuantas palabras con Rofe, señaló con la punta de su fusil automático hacia un monumento en la cúspide, a unos 250 metros hacia arriba, y se despidió con una frase que había escuchado ya miles de veces en mis cinco días en Tierra Santa: shalom. La palabra, que significa “paz”, se emplea en Israel en distintas formas para saludar y despedirse. Han tenido tan poca paz en su larga vida, en la Diáspora y en Eretz Israel, qué los judíos la anhelan tanto como el variado uso y significado del vocablo.
Siguiendo por una serpenteante carretera de dos vías, de unos cinco kilómetros desde el puesto fronterizo, se alcanza la parte más alta de la colina. Veintitrés kilómetros de fortificaciones subterráneas habían construido pacientemente los sirios para hostigar desde allí el kibutz Gadot y otras colonias agrícolas judías a lo largo de años. Un esbelto y sencillo monumento erigido hacia el cielo con los nombres de los soldados judíos muertos en la última guerra, simboliza el precio de la posesión, obtenida a sangre y fuego.
Allí los tanques y los aviones hicieron poco contra las defensas sirias y fue preciso un cruento asalto de Infantería para tomar el puesto. En la clara y soleada mañana del sábado 13 de diciembre de 1975, cuando puse mis pies en ese árido y probablemente de los más conflictivos pedazos del mundo, las huellas de la guerra estaban aún patentes, en medio de un tétrico silencio apenas interrumpido por el soplo del gélido viento. Cuando turbado me dirigía hacia el pequeño monumento, dónde podía divisar casi toda la Galilea israelí, escuché la voz de Rofe que a mis espaldas decía: “cuidado, puedes pisar una mina”.
Pensé entonces que en ese solitario y remoto lugar vigilado por soldados con uniforme de las Naciones Unidas, los judíos tenían que seguir luchando por su derecho a la Tierra prometida.