A comienzos de 1973, me tocó cubrir para la agencia de noticias en la que trabajaba, la inauguración de la hidroeléctrica de Peligre, en el mismo corazón de Haití. De las calles de Puerto Príncipe, fueron retirados los Ton Ton Macoutes, para borrar el aspecto de cárcel abierta que en vida de Papa Doc, el padre del presidente Jean Claude Duvalier, ofrecía la capital del vecino Estado. Pero el largo recorrido por una estrecha y sinuosa carretera hasta Peligre estaba lleno de esos agentes represivos. Se les veían ataviados con sus chillones uniformes y pañuelos rojos ceñidos al cuello. Muchos de ellos llevaban viejos revólveres o largos machetes al cinto.
Cuando se paró de su asiento en la tribuna, frente a la hidroeléctrica, a pronunciar el discurso de inauguración, Jean Claude sostenía una pistola alemana en la mano derecha, de la que nunca se separó mientras se dirigía después hacia un punto de la obra donde cortó la cinta para dejarla en servicio. A los periodistas se nos obligó a permanecer de pie bajo un intenso sol por horas, hasta que el último de los invitados de la familia al acto abandonara el lugar.
Era una época en la que el Gobierno haitiano trataba de impresionar a la comunidad internacional con vientos falsos de cambio. Pero me llevé un chasco cuando creyéndolo fui a la oficina de cables para enviar un despacho. El operador me pidió el original para digitarlo. Le respondí que no acostumbraba a hacerlos, ya que solía escribir mis despachos periodísticos directamente desde el teletipo, lo cual era cierto. El hombre hizo unas cuantas llamadas, y al cabo de una hora me permitió entrar. Creí que iba a morirme de miedo cuando al terminar le dejé la copia de mi texto. Como medida de precaución, no salí esa noche del hotel y aseguré la puerta de la habitación con un sofá.