Cada cierto tiempo se “viralizan” en las redes sociales opiniones “desentonadas” que generan gran malestar colectivo. Estas opiniones, aun en ausencia de un elemento sustantivo que las aglutine, tienen como eje común un ejercicio irresponsable de la libertad de expresión y un escaso sentido del respeto ajeno.
Es conocida la crítica del escritor italiano Umberto Eco: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel”.
Da la impresión de que, con la popularización de las redes sociales, la pesadilla distópica que planteaba el escritor rumano Emil Cioran se ha vuelto realidad, y estamos rodeados de profetas que esperan “su momento para proponer algo: No importa el qué”. Ciertamente, “pagamos caro no ser sordos ni mudos…”
No se explica por qué les otorgamos valor a las opiniones carentes de relevancia social o intelectual, pues lo más racional es ignorarlas y evitar darles viabilidad a quienes las emiten. Hay que superar la tentación de hacer reparos correctivos y lo mejor es no darse por enterado de los mensajes que difunden.
La libertad de expresión es un derecho de “doble vía”, pues cobra relevancia a partir del consumo de los mensajes producidos por el emisor y, eventualmente, del intercambio de impresiones. Si la opinión o “información” carece de valor, por resultar irrelevante, impertinente o insustancial, los receptores deberíamos ignorarlas sin mayor consideración.
Cuando sucumbimos a la tentación de opinar sobre banalidades y caemos en las redes de la maledicencia o el insulto, terminamos siendo partícipes de la degradación de la deliberación pública, al tiempo que permitimos que cobren visibilidad personas cuyas ideas no aportan a la integración comunitaria.
No concuerdo con la censura de las voces irrelevantes o insultantes que pululan en las redes sociales, pero sí hago votos por ignorar las expresiones absurdas de quienes únicamente procuran “likes”, “views” y “followers” para incrementar su “valor de marca” sin aportar al florecimiento social.
Esas “voces” altisonantes que opinan sin criterio de contextualización histórica, que carecen de “fundamentación epistémica” o que exhiben déficits morales apreciables, no pueden ser “silenciadas” porque les convertiríamos en presuntas “víctimas de intolerancia”, pero sí deben ser ignoradas para que no tengan mayor difusión.
Es innegable que no resulta fácil ignorar las expresiones banales, en especial cuando laceran ideales fuertemente compartidos o hieren los sentimientos más arraigados, pero debemos encontrar la reciedumbre moral y la quietud existencial suficientes para hacer de oídos sordos y no convertir a los “opinantes” en figuras públicas.
Es sabido que la libertad de expresión garantiza que toda persona pueda exponer lo que piensa sin ser objeto de censura previa, pero no impide el establecimiento de responsabilidades ulteriores en relación con lo que expresamos, tampoco obliga a que tratemos por igual cada idea u opinión, como si aportaran lo mismo a la sociedad.
El valor institucional de la libertad de expresión reside —más que en la posibilidad individual de expresar lo que pensamos, sabemos o creemos— en el diálogo cruzado de opiniones para la construcción de un espacio público que refleje la pluralidad de cosmovisiones que coexisten en la sociedad.
Las opiniones que no aportan al diálogo social, las expresiones carentes de relevancia social, los epítetos que pretenden herir la dignidad personal y la moral crítica, no deben ser silenciados porque corremos el riesgo convertir a sus emisores en víctimas. Basta, pues, con que ignoremos tales mensajes para que se desvanezcan por el peso de su propia intrascendencia.