Durante los últimos tres años hemos sido testigos del reclamo creciente de organizaciones empresariales y de la sociedad civil, centros de pensamiento, políticos, economistas y analistas, sobre la necesidad de que nos aboquemos a un Pacto Fiscal que deje simultáneamente satisfechos a los contribuyentes, al Estado y a la amplia red de beneficiarios del gasto público que se financia con los impuestos.
Cualquiera que se haya detenido en algún momento a estudiar el Teorema de la Imposibilidad de Arrow se daría cuenta rápidamente hacia dónde podrían conducir las reuniones y sesiones de trabajo para que las preferencias de individuos y grupos sean privilegiadamente ponderadas en la labor de parto del Pacto Fiscal.
No es por casualidad que las sugerencias de pactar reformas fiscales en períodos libres de crisis macroeconómicas profundas se quedan en eso, en sugerencias para rellenar espacios en la prensa escrita. Difícilmente un gobierno no agobiado por un descalabro macroeconómico y fiscal con repercusiones serias en la inflación, el tipo de cambio y las cuentas externas, va a actuar como lo haría un agente económico racional que previendo perfectamente que dicha crisis tendría lugar en cinco o seis años, adelantando un debate para adoptar una nueva institucionalidad y reglas fiscales cuando la crisis está muy lejana y sus vientos no sobrepasan los límites de una tormenta tropical.
Existen situaciones, sin embargo, que podrían de repente acelerar la tormenta y sus vientos. En el panorama se advierte una: el deseo del presidente Donald Trump de ejecutar una reforma radical del imbricado código impositivo de Estados Unidos de América. Esta ambiciosa reforma incluiría un recorte dramático de la tasa de impuesto sobre la renta que pagan las empresas en ese país, de 35% a un rango entre 15% (propuesta Trump) y 20% (propuesta Republicana). A esto se agregaría una tasa privilegiada de 10% para estimular la repatriación de utilidades acumuladas en el exterior por empresas norteamericanas que han establecido jurisdicción en otros países para no ser penalizadas con la tasa del 35% que grava las utilidades en EUA.
La relativamente alta tasa corporativa existente en EUA ha provocado que muchos capitales norteamericanos hayan emigrado a todos los rincones de la geografía mundial en busca de retornos, netos de impuestos, más elevados que los que estos puedan percibir en su país de origen. Países en desarrollo con políticas macroeconómicas prudentes y con reducido riesgo político, se han beneficiado de la emigración de capitales estadounidenses.
República Dominicana, por ejemplo, con una de las economías más dinámicas de la región se ha beneficiado de un ingreso considerable de capitales estadounidenses en forma de inversión extranjera directa en los últimos 6 años. Entre el 2000 y junio de 2017, por ejemplo, recibimos inversión extranjera directa estadounidense por US$3,687 millones, sin contar aquellos que utilizaron como plataforma paraísos fiscales como trampolín para incursionar en nuestra geografía.
¿Qué pasaría si antes de que concluya el 2017, el presidente Trump obtiene los votos congresuales que necesita para reformar el absurdo sistema impositivo de su país, y logra reducir la tasa corporativa de impuesto sobre la renta a 15% o 20%? Es obvio que esa reforma elevaría el retorno neto de impuestos que la economía estadounidense ofrece a sus empresas y capitales. Aquellas que salieron en búsqueda de menores tributación en el extranjero, podrían comenzar a evaluar la posibilidad de retornar a su país de origen. Y las que tenían previsto salir de EUA sólo por consideraciones de tipo impositivo, ya no saldrán.
Si un país no necesita del influjo de capitales estadounidenses en forma de inversión extranjera directa para contribuir a su desarrollo o no le importa que inversiones realizadas en su territorio comiencen a ser gradualmente desmanteladas para ser llevadas a su país de origen si las diferencias de costos y competitividad antes de impuesto no fuesen significativas, entonces no tendría que pensar en reformar su sistema impositivo.
Lamentablemente, ese no parece ser el caso de República Dominicana ni el de otros países de la región que han recibido y siguen recibiendo una afluencia considerable de inversión extranjera directa procedente de EUA. Es así como la crisis macroeconómica profunda detonante de reformas tributarias podría estar cediendo a otro detonante: el sentido común que en materia impositiva exhibe el presidente Trump.
Actualmente, una empresa estadounidense radicada en nuestro país paga aquí 27% y utiliza ese pago como un crédito contra el 35% que debe pagar en un país, donde terminaría pagando otro 8%. Supongamos que Estados Unidos redujese la tasa corporativa a 20% y nosotros mantenemos la nuestra en 27%. Una empresa norteamericana que pague 27% aquí terminaría pagando una penalidad de 7% con relación a la tasa de su país de origen. “Bad hombres, esos dominicanos.”
El Ministerio de Hacienda debe empezar desde ya a construir posibles escenarios de reforma ante la eventualidad del recorte de la tasa de impuesto corporativa en los EUA. Todas las cartas deberían ser lanzadas sobre la mesa, incluyendo todas las exenciones impositivas, sin excepción.
Quién sabe si el triple 15 (15% de impuesto sobre la renta, 15% de Itbis y 15% de arancel máximo) podría convertirse en el principal abono tributario para fomentar 20 años más de elevado crecimiento económico con más baja dependencia en el endeudamiento público. Claro, esto requeriría desmantelar todas (“dije todas”) las exenciones concedidas a sectores económicos, instituciones, individuos, consumidores, bienes y servicios, incluyendo los tratamientos impositivos privilegiados conferidos a las instituciones que participan en el mercado de las religiones que ofertan la salvación y la vida eterna en el paraíso. No parece razonable que lo hagan reclamando paraísos fiscales en nuestra tierra. Una simple elevación del diezmo (10%) por el “quincemo” (15%) viabilizaría la eliminación de las exenciones impositivas-religiosas.