Basta con que pisemos suelo extranjero para comportarnos correctamente porque el orden llama al orden y la desorganización, al caos. Respetamos los puestos en las filas fuera del país porque todo el mundo lo hace y esa es la normalidad, a pesar de que aquí no tengamos la calma para hacerlo.
Esperamos pacientemente nuestro turno -aunque el del frente no acabe de decidir lo que quiere- porque ese es el ejercicio civilizado que se espera de nosotros en esas naciones desarrolladas. Aprendemos a organizar y clasificar la basura en un curso intensivo de supervivencia y aquí no somos capaces tan siquiera de acercarla al zafacón.
Respetamos la autoridad sin miramientos porque sabemos las consecuencias de nuestras faltas y no hay a quién decirle “¿usted sabe quién soy yo?” o llamar algún funcionario amigo para que con sus influencias nos saque del apuro y de paso, bote al infeliz. Cuando estamos fuera, no se nos ocurre importunar al vecino con música estridente en altas horas de la noche, aunque por estos lares es más fácil que lo mandamos a que se mude, si le molesta.
Recorremos largas distancias en armonía por esas amplias carreteras de otros países, pero aquí hay que pegar bocinazos frenéticos para que se avance en un interminable tapón y detenerse en plena vía para usarla de baño a plena luz del día, si la urgencia apremia. El mimetismo se verifica desde que arribamos al aeropuerto de nuestro destino, aun con las incomodidades de migración, no se osa siquiera pensar en protestar contra los guardianes, aunque con los criollos no se tenga ese prurito para luego alegar que nos desconsideraron y que hemos sido víctimas de maltratos y abusos.
Respetamos las señales de tránsito, nos ponemos los cinturones de seguridad y nos parqueamos donde es debido porque estamos más que conscientes de que no saldríamos ilesos en otro lugar y que en el extranjero no valen las llamadas, tarjetas o apellidos.
Somos, cual espejo, un reflejo de aquello que observamos porque se imita lo que se ve. Allá, como aquí, hay múltiples leyes y numerosas autoridades para hacerlas cumplir, pero, aparentemente, si somos subdesarrollados, no es por la escasez de recursos o limitaciones económicas, es porque, en nuestra pobreza mental, parecería que es más cómodo ser mediocres.