En principio, el derecho de propiedad es el más absoluto porque permite el uso, disfrute y disposición de las cosas, se supone que por encima de él no habría más nada y que quien lo ostente estaría librado de todo cuestionamiento, al punto que el art. 51 de la Constitución dispone que el Estado debe otorgarle garantía. En términos formales, no existe limitación para que el propietario de un bien pueda explotarlo como considere, siempre que no atente contra los intereses de los demás. Sin embargo, esa prerrogativa otrora omnímoda, no es necesariamente de quien la obtenga con todo su esfuerzo, sino del que efectivamente la ejerce.

Ciertamente, de nada vale tener una amplia extensión de terreno y un certificado que lo acredite, si acaba siendo invadido por otros que lo disfrutan con total desfachatez y sin el menor remordimiento, amparados por la presión social y la pena que inspira su pobreza. Luego, al dueño solo le queda acudir a las autoridades para defender lo que se supone suyo, mientras los flamantes ocupantes usan lo ajeno; a cada día del suplicio del propietario, es uno más de ellos de permanencia ilegal, sin otra preocupación que la de introducirse en otra parcela. Cuando por fin el legítimo dueño la recupera, el tiempo en que ha sido despojado no se lo repone nadie, siendo la insolvencia del intruso su mejor aliada para salir ileso, sin reponer los perjuicios ocasionados en su atrevida aventura.

Si de alquilarlo se trata, el inquilino es quien pone las reglas de su permanencia, amparado en un decreto retrógrado que lo protege y le permite retenerlo por el tiempo que le plazca, por más contratos blindados que se hayan podido suscribir. Luego, agotado el propietario después de un extenso y costoso procedimiento judicial para recobrar lo que le pertenece, en que se ve desmoralizado y privado del inmueble, solo le queda recibir los destrozos e incurrir en gastos adicionales para hacerlo de nuevo habitable. Las honrosas excepciones no hacen más que confirmar la regla.

Ni siquiera la muerte libera al propietario de conflictos, no bien en la tumba, sus herederos se disputarán ferozmente lo que tanto trabajo le costó con el mismo ímpetu como si lo hubieran producido ellos, cuando su único mérito es el parentesco; por eso es que se dice que la suerte no es del que la quiere, sino del que la tiene. La gran ironía es que luego lo venden con el mismo entusiasmo con que antes se lo disputaban y con la facilidad del que nunca fue dueño porque, al final, la propiedad no es del que la ley reconoce como tal, sino de quien la aprovecha. Mal final para un bien.

Posted in Opiniones

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas