A raíz de la partida del papa Francisco, la persona que más admiré en el mundo, rescaté estas ideas publicadas hace años. Este artículo pudiera escribirlo todo discípulo o seguidor del padre Ramón Dubert, sacerdote que hizo historia en Santiago y en el país. Hombre probo, comprometido con los más pobres, excepcional teólogo, inagotable lector, gran organizador, excelente comunicador, extraordinario escritor, protector de la naturaleza, forjador de juventudes, multiplicador de parroquias…

El padre Dubert murió en el 2005; jesuita a carta cabal, fue el norte a seguir para muchos de nosotros. Tuve el privilegio y la responsabilidad de que me eligiera entre sus principales pupilos. Debía leer al menos seis libros al mes y discutirlos con el mentor. Me enseñó el difícil arte de la oratoria y me motivó a escribir por medio de Camino, el Semanario Católico Nacional.

Y, lo más importante, me hizo comprender que Jesús es el mejor ejemplo a seguir, que la fe y el esfuerzo nos hacen alcanzar nuestras metas, que todos los seres humanos somos iguales, que debemos estar siempre al lado de los que más lo necesitan, que ser humilde es una virtud que nos engrandece, que el trabajo nos dignifica, que hacer el bien es nuestro compromiso frente Dios, que hay que educarnos para ser libres y liberar a los demás, que hay que respetar a los mayores y a los niños y ser entes útiles en la sociedad.

El día que Francisco fue elegido Sumo Pontífice, muchos, en ese instante, recordamos a Dubert. Y lo conversamos con alegría casi mística: mientras más escuchábamos a Francisco, más nos imaginábamos a Dubert. No sé si llegaron a ser amigos, pero, guardando la distancia, se parecían en sus obras y palabras. Lo que escribía o decía el obispo de Roma, era como si lo expresara Dubert.

Y lo digo dentro del marco de respeto y admiración al papa Francisco, líder de nuestra Iglesia, un pastor que en su pontificado se ganó el corazón de los católicos, ateos, agnósticos, musulmanes, budistas, negros, blancos, rojos, amarillos, ricos y desamparados. Logró a pasos firmes alimentar la fe de millones de creyentes y fortaleció e inculcó un ánimo esperanzador en las bases de nuestra Iglesia.

Su Santidad hizo reflexiones trascendentales sobre teología y a la vez desarrolló la enseñanza social de la Iglesia. De seguro Dubert estuvo encantado con el papa Francisco y hasta podía adivinar sus pensamientos. Había tanto parecido entre ambos, que los que conocimos a Dubert nos sentíamos parte del entorno del papa Francisco. Los dos están en la Casa del Señor: cumplieron su misión como Dios manda, cada uno en su tiempo y espacio.

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