La semana pasada, mi buen amigo, Eduardo García Michel, nos regaló su más reciente libro, a todo el grupo que cada mes participamos en una peña; donde conversamos siempre abiertamente y por supuesto lo que se habla en el grupo se queda en el grupo.
Dejé de leer este fin de semana los artículos que cada día me manda un dilecto amigo y que son lecturas que me mantienen al día y me ayudan con sus temas a escribir muchos de los artículos que cada miércoles están en las páginas de este prestigioso diario.
“Moca, el pueblo de antes”, es un relato de cómo Eduardo recuerda esa Moca, cuna de héroes, artistas, literatos, excelentes servidores públicos, intelectuales como el propio García Michel.
Tony Raful, quien escribió el prólogo, no puede describir mejor lo que yo sentí al leer las páginas de este libro cuando dice “Confieso que, al leer esta obra de Eduardo García Michel, en varias ocasiones sentí nostalgia, es tanto al compartir la vida en un interregno intelectual, cultural y social, que toda la remembranza local o citadina nos envuelve a todos”.
Sin dudas, me pasó lo mismo que el poeta Raful, recordé muchas de las costumbres, juegos y travesuras que hacíamos en mi querido Gazcue. Incluso, como cada día veíamos pasar el carro del tirano rumbo al Palacio, ya que nuestra casa familiar estaba en la César Nicolás Penson, la misma calle del sátrapa.
Pero el libro de García Michel no es sólo un relato, aprovecha para hacer críticas muy ciertas a la sociedad de hoy. Relata la historia de esta provincia luchadora, no sólo con los hechos del 30 de mayo, sino también con la Independencia y el ajusticiamiento de Lilís. La participación de mocanos ilustres en el movimiento 14 y 20 de junio de 1959, así como la participación contra el golpe que derrocó al Profesor Juan Bosch.
Para mí, al igual que el prologuista, ha sido una travesía mágica como el autor recuerda su ciudad natal, como compara la sencillez con que vivíamos con el lujo de hoy.
Esta necesidad de poseer bienes, muchas veces sin importar cómo se obtienen, cómo relata la sencillez con que vivíamos antes a nuestros nietos. No teníamos necesidad de juguetes caros, nos conformábamos con jugar canicas, con guerras de pistolas de agua, de gomitas con cáscaras de china, jugar pelota y ya más mayorcitos con jugar al juego de la botella para robar un beso a una de las amigas vecinas.
Hoy no conocemos a nuestros vecinos, no existe la solidaridad que viene con la sencillez. La opulencia olvida a los demás y se centra simplemente en querer tener más, tener lo de moda o lo más costoso para demostrar nuestra posición económica.
Hoy critica a los deseos de siempre de hacer las cosas como mejor convenga a los intereses personales, como una calle más ancha que otra, sin más explicación que la avaricia de quien la construyó. Hoy el problema es mucho más grande, no se trata de simples calles, son construcciones costosas que tampoco tienen explicación o que su calidad es vergonzosa por los malos materiales empleados, o el precio inflado.
Relata lo que vivimos en los años nefastos de la dictadura, los carros “cepillos” y los siniestros “caliés”, temidos por todos y arma fundamental del terror del régimen de los 30 años.
Quien conoce al Eduardo calmado, organizado, profesional meticuloso, no piensa en el niño tremendo y adolescente carpetoso, que tiraba piedras en los techos de zinc y que organizaba peleas entre amigos. Pero así transcurría nuestra niñez, sin importar si era en Moca o en la capital, que sin duda maltrata cuando dice que nos sentíamos superiores a los que supuestamente llamábamos del campo, cuando la capital es una mezcla de todo el país, pero no se lo tomaremos en cuenta al buen amigo.
Lo que sí es cierto, es que las diferencias sociales de ayer no son remotamente parecidas a las de hoy. Realmente, no había mucha diferencia entre la pequeña clase media y el resto de la población. Todos asistíamos a las mismas escuelas y colegios, los médicos, profesores y policías eran honorables. Hoy la salud, la educación y la seguridad son altamente cuestionadas.
Gracias Eduardo por estas páginas que nos remontan a años que añoramos los que los vivimos y que contamos a nuestros nietos que escuchan nuestros relatos con incredulidad, porque no conciben que jugáramos en las calles y que los vecinos nos corregían al igual que nuestros padres.