Mi teoría, sin rigor científico alguno, me señala que la forma de conducir vehículos en un lugar determinado, resulta una radiografía del comportamiento social de un núcleo humano. Produce una expresión sincera y espontánea de su manera de reaccionar frente a los estímulos de la interacción entre individuos. De ser así, el simple análisis del comportamiento “conductual” del criollo, refleja un “espectrograma” fiel y veraz de la compleja psiquis del conductor criollo, que retrata a su vez, el núcleo humano dominicano. Pudiéramos hacer una segregación nada rígida, de los diferentes exponentes: el conductor privado; el chofer de carro público; el de guaguas y entre ellos una subdivisión: de guagua urbana, interurbana, la voladora urbana y la de entre pueblos. A estas arbitrarias calificaciones, sin ningún criterio técnico, el conductor de patanas, el de vehículos oficiales y los de camiones diversos, cada cual con “mañas” propias y atributos particulares. Sobresale por su condición de “plaga”, el “motorita” que con agresiva actitud perturba y complica el tránsito vehicular. Especial espécimen de la fauna choferil criolla, que ha evolucionado de forma exponencial negativa, en los últimos tiempos, hasta convertirse en un problema de seguridad y autoridad, por su concepción propia de conciencia de que constituyen una “clase”, por encima de las leyes (hasta las naturales) que los coloca en el vértice de la pirámide social: “un gorpe a uno. Un gorpe a to”, es su grito de combate en su lucha contra la sociedad toda. Las poco confiables estadísticas oficiales, retratan que en el 2023 fallecieron 1,145 individuos en accidentes de tránsito y de ellos 299 corresponden a motoristas, 45 más que en el 2022 y de conservar esa tasa de aumentos, pasará de 400 en el 2024 y “poco me lo jayo”. Otra “estadística” indica que en el 2022 fallecieron 2921 en colisiones de vehículos, de los cuales 1679 viajaban en motocicletas. ¿Cuál es veraz? El no enfrentar la anómala situación, con actitud oficial de: “No te meta en esa vaina”, ha provocado el que el problema crezca hasta niveles de epidemia, y produzca la sensación de “falsos derechos”. El kamikaze que conduce el artefacto de dos ruedas, que más que correr vuela, con temerarios giros, como desaprensivo motorizado, expone su vida en arriesgados zigzags, usualmente como la “jonderdiablo”, a velocidades subsonicas, en una eterna competencia entre iguales y con ellos mismos, amenaza a los peatones, se desplaza como bólido entre vehículos, arriesga su estabilidad a cada paso, “guaya” pinturas y provoca abolladuras y rayones, para terminar aplastado por un vehículo mayor. Con unas bocinas de chicharras asmáticas unos y con confusos pitos de locomotora, otros, exigen espacios como caídos del cielo, mientras alteran rutas de calles, carreteras y avenidas.

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