Aun cuando la temática constitucional suele estar sobre el tapete, por cuanto se trata del instrumento normativo transversal y unificador de cualquier sistema jurídico, resulta que actualmente semejante tópico ha venido campeando por sus fueros, máxime en el caletre ilustrado de las élites pensantes, debido a la propuesta oficial que procura propiciar diálogo abierto en torno a la necesidad de reformar el consabido texto magno, pero por el sesgo partitocrático ínsito en dicho debate a todo juez le queda vedado polemizar en torno a tal discursiva ideológica, por cuya razón conviene retrotraer otras cuestiones de mero interés académico.
De por sí, resulta obvio que la Constitución es el núcleo central de todo sistema jurídico, Así, cabe poner de manifiesto que nunca antes fue vista como norma, cuyo contenido pudiese aplicarse directamente, por cuanto semejante acto legislativo consistió durante las centurias dieciochesca y decimonónica en un conjunto de lineamientos programáticos para trazar políticas públicas pasibles de ejecutarse a través de leyes provenientes del bicameralismo congresal.
De suyo, la Constitución concebida desde el Estado liberal vino a plasmar el principio de separación de los poderes públicos, tras considerarse que esta noción marco era la garantía basilar para reivindicar los derechos de primera generación, cuyo núcleo esencial mínimo consiste en una prestación negativa, ya que la sociedad organizada en la clásica tripartición de las funciones estatales debía abstenerse de intervenir en ese ámbito autonómico del ciudadano, por cuanto de este modo habría cabida para el libre desarrollo de su personalidad.
Durante esa primera versión del Estado moderno, resulta útil acotar que en los países de tradición continental, así como en los estados unidos de Norteamérica, la Constitución tuvo un dualismo estructural, tras mostrarse una faceta orgánica y otra dogmática, pero semejante esquema obedeció a los parámetros de la democracia formal, cuya expresión ideológica vino a ser el positivismo jurídico anclado en el principio de la supremacía de ley, por cuanto se trató a la sazón de un constitucionalismo desprovisto de contenido axiológico.
En la segunda posguerra mundial, empezó a entrar en vigencia el Estado constitucional, social y democrático de derecho, cuya legitimidad estriba en el poder constituyente y de ahí vino a quedar sometido al respeto estricto de los principios proclamados en su propia Carta Magna, por cuanto dicha Ley suprema dejó de ser vista como un simple acto legislativo, tal como ocurrió antes de la posmodernidad.
De esta consabida fase ulterior, la Constitución resultó ser, a decir de dos ilustres juristas alemanes, Konrad Hesse y Peter Häberle, la técnica mediante la cual se garantiza la libertad y participación democrática de los ciudadanos, a cuya noción cabe agregar el parecer de Gustavo Zagrebelsky que califica a la norma ínsita en la Carta Magna como dúctil, abierta, plural e imperfecta.
A mayor abundamiento sobre esta perspectiva del Estado posmoderno, resulta pertinente acotar que este modelo constitucional suele caracterizarse por fundarse en la dignidad humana, premisa antropocéntrica que da primacía a semejante principio sustantivo para así salvaguardar el pluralismo ideológico.
Entretanto, todo ello confluye en los derechos de solidaridad, cuya materialización tiene cabida a través del intervencionismo estatal en pro de garantizar mediante iniciativas públicas el disfrute de un medio ambiente sano, de una economía ecológica de mercado, del respeto de las minorías y la reivindicación de los bienes culturales.
Así las cosas, se impone dejar sentado que la situación actual permite que la Constitución hodierna y el Estado posmoderno puedan ser objeto de estudio e investigación científica, habida cuenta de que el derecho vigente queda fundado en una teoría humanista, ya que el jurista como cientista social se apartó de la vieja práctica de realizar una mera descripción acrítica de los preceptos normativos, a través de la otrora labor exegética de las reglas jurídicas.
Hodiernamente, la teoría vigente ve el derecho como ciencia cultural bajo el anclaje teleológico del bien común y la justicia, partiendo de la premisa antropocéntrica que toma la dignidad humana como eje giratorio de los derechos fundamentales, tras estribarse en la Ley suprema como guía imperativa para interpretar mediante la armonización ponderativa los valores en conflictos, debido a la insuficiencia objetiva de las normas incardinadas en la Carta Magna, cuyo referente obligado en el lar nativo resulta ser la Constitución de 2010.