Dicen que en uno de sus encuentros el presidente soviético Mijaíl Gorbachov le preguntó a Margaret Thatcher: “¿Cómo se las arregla usted para que la gente tenga alimentos?”
A lo que ella respondió que no tenía que hacer nada porque los precios se encargaban de todo.
Y es que en un sistema de libre mercado los precios ejercen la función de mensajeros que informan lo que la gente necesita a los que los producen. En ese momento en particular los británicos no producían suficiente alimento para subsistir, pero gracias a que se permitía a los precios ejercer su función, se les traía alimentos de otros países.
Los precios informan y dirigen las decisiones de los agentes económicos, mucho más rápido que cualquier burócrata que planifica la economía desde su despacho. Dejados libres, logran lo que no puede alcanzar el control político: que millones de personas (productores y consumidores que ni siquiera se conocen) conecten sus intereses entre sí.
Esa conexión es imposible que la logre un grupo de funcionarios, tratando de adivinar qué prefieren esos consumidores y cómo y con qué se les va a suplir.
En un sistema coordinado por precios, nadie necesita saberlo. Simplemente cada productor se guía por el precio al que su producto puede venderse, y el consumidor por el precio de lo que le interesa comprar. Cada cual se ocupa únicamente de lo que le concierne.
En ambos sistemas se pueden cometer errores. Pero en el que impera la libertad económica, paga con la quiebra o con el desperdicio de su dinero el que comete ese error. En el sistema planificado por los funcionarios, estos se equivocan, y es la sociedad en conjunto (sin ser la responsable) la que paga con desabastecimiento, escasez y pésimo estándar de vida.
Gracias a los precios, dejados libres, sabemos este tipo de cosas:
Si conviene más producir localmente o importar un producto.
Si es mejor tener un robot que un servicio doméstico, sobret odo cuando no solo hay que pagarle un salario, sino también asumir otras cargas laborales.
Si conviene dejar de producir arroz, y dedicar esa tierra a sembrar mangos para exportar.
Si no hay suficiente de algo para los deseos de tantos, como el caso de las carísimas casas frente al mar.
Como bien lo expresa Thomas Sowell en su libro Economía Básica, los precios no son números sacados al azar de un sombrero, o asignados por los vendedores a su antojo, sino el reflejo de una realidad subyacente. Portadores de buenas y malas noticias, los precios permiten que el dinero hable. Y que la gente escuche.
Muchos no entienden este principio y creen que los precios altos son fruto de la avaricia. Pero puedes ser avaricioso y, pedir por tu boca lo que quieres que te paguen por tu tierra, o tu casa, o los servicios que ofreces. Los consumidores son los que decidirán cuánto te darán… no tu avaricia.
Haz la prueba si no, a ver qué ocurre.