A pesar de que los creyentes estamos convencidos de que hay vida después de la muerte, a pocos nos alcanza la fe para querer comprobarlo por nosotros mismos. Tan seguros estamos de que no todo se acaba aquí que, desde las civilizaciones antiguas, con lo elemental y rudimentario del pensamiento de la época, se enterraba a sus deudos con joyas, tesoros y su bien más preciado, la esposa, una clara señal de posesión póstuma.
Mientras unos, talvez por su ancianidad, están obsesionados en calcular los meses y restar los años que les quedan, en lugar de sumar historias y experiencias por las nuevas oportunidades que se les presentan cada día de este lado, otros creen que por su juventud serán eternos. Nada hay tan frágil, rotundo y definitivo como pasar de estar a no estar, tan fácil como cerrar los ojos para nunca poder abrirlos, triste, pero real, como también lo es que lo importante es el camino y no la meta.
Los misterios insondables de la terminación de nuestra existencia provocan tal temor que, en la espera de lo inevitable y ante la expectativa de lo que viene, estamos más ocupados desperdiciando lo que ya está: un nuevo día para dar gracias por 24 horas más que otros a lo mejor no han podido disfrutar. El pasado ya pasó, el presente es un regalo, nuestras acciones y lo que hagamos será nuestro legado que trascienda a las menciones de un epitafio.
En cierto periodo de este paso terrenal es tal la obsesión de algunos porque algún día se acabará, que nos enfocamos en el destino final del tren y no en las paradas del trayecto para disfrutar el paisaje del camino, con sus accidentes e imperfecciones, apreciar la compañía de los ocupantes y cerrar los ojos mientras pueda hacerse de manera temporal, en medio del suspiro por la satisfacción de estar en un espacio que solo podemos ocupar nosotros. Atentos a lo que viene se pierde de vista lo que hay.
No existe nada escrito de nuestra permanencia en la tierra, tampoco de su duración y en las condiciones en que habrá que marcharse; el destino, si es que existe, es una página en blanco de un libro que solo su dueño puede escribir, para llenarlo de borrones, de párrafos, de anécdotas o de pasajes, una elección que se renueva en cada cumpleaños para seguir adelante o estancarse en el intento. Es hora de pensar menos en el más allá para concentrarse en el más acá sin estar pendientes de cuándo tocarán el timbre de salida, total, de esta, ninguno saldrá ileso.