Hace ya 79 años de ese día 6 de junio de 1939. El licenciado Virgilio Díaz Ordóñez era el Secretario de Estado de Justicia, Educación Pública y Bellas Artes, cuando se emitió la Resolución No.6-39, consagrando oficialmente el 30 de junio de cada año como Día del Maestro.
Setenta y nueve años después, la intencionalidad atribuible a esa iniciativa aún no ha encontrado su plena concreción, pues la sociedad dominicana, terminando ya la segunda década del siglo XXI, utiliza aún a sus educadores y educadoras cual servilletas a las que, después de limpiarse las manos con ellas, se les tira al zafacón.
Desde la entrada al sistema de educación, pasando por el difícil transcurrir de su ejercicio durante décadas, hasta la salida por jubilación, por pensión y bajo cualquier otra condición, las condiciones de ejercicio del magisterio -como profesión, como carrera y como desempeño-, está lejos aún de ser lo suficientemente apetecible para nuestros jóvenes, especialmente para los más talentosos.
Igual ocurre si se ejerce en cualquiera de los niveles, modalidades y sectores de la educación, lo común y lo esperable es que las limitaciones materiales acompañen al educador durante todo el trayecto de su ejercicio. Eso lo saben nuestros jóvenes al ingresar a las universidades, por eso no les atrae estudiar educación si tienen posibilidades de abrazar otra carrera con mayores expectativas de colocación laboral; también lo saben sus padres, que no les motivarán a inclinarse por el magisterio, y así lo sabe su entorno, por las mismas motivaciones.
En un sistema educativo caracterizado en estos 79 años por la escasez de todo (excepto de presupuesto en el trayecto desde el 2013 hasta acá, luego que, teniendo como contexto una sociedad mayoritariamente empoderada del reclamo por el cumplimiento de la Ley General de Educación, asignando al sistema educativo el 4% del Producto Interno Bruto), nuestro magisterio ha tenido que cargar con la demanda de educación de calidad, en un contexto endógeno y exógeno que no le facilita generarla.
Devengando bajos salarios, la mayoría sin un techo propio, con limitadas oportunidades para capacitarse, actualizarse y recrearse sanamente; sin adecuados incentivos profesionales y sin el debido reconocimiento oficial; pero también con medios e insumos educativos que hacen casi imposible una práctica docente digna y decorosa; mientras el sistema de retiro no le permite una vejez digna y tranquila, el magisterio nacional carga con una dura vida de limitaciones y prohibiciones.
Esta fecha ha de inspirar el reconocimiento al rol que juegan nuestros educadores y educadoras, en tanto forjadores de valores en nuestros niños y adolescentes, y baluartes en la construcción de la conciencia de la Nación, es propicia para que la sociedad revise el trato que da a los segundos padres y madres de sus hijos.
Quiero llevar hoy a mis inseparables colegas educadores y educadoras mi pensamiento más alentador, cargado de optimismo y esperanza, bajo la certeza de que alcanzaremos el día en que cambiaremos esta dura realidad por una más feliz y fructífera. Es una invitación a llevar nuestro trabajo con la frente en alto, reiterándonos en lo que somos.
Por mi parte, reitero lo que escribí hace muchos años: Soy maestro, y de orgullo lo llevo, pues a pesar de ser tan mal pagada y peor tratada, ¡la del magisterio es y seguirá siendo la más digna y honorable de todas las profesiones!