En tanto fue menester mirar en retrospección para situar en su justo contexto el tema objeto de tratamiento epistémico, pudo evidenciarse que la virtud y la dignidad constituyeron dos cualidades perfiladoras de la religión del juez durante el predominio de la cultura grecolatina, aunque tales atributos con el transcurrir del tiempo hayan cobrado valores semánticos muy secularizados en la actualidad, pero se tratan de giros idiomáticos que pese a la fluctuación gramatical suscitada dejan vigentes los visos etimológicos esenciales que hacen perdurables los rasgos provenientes de aquellas lenguas periclitadas.
De hecho, la virtud tenía que ver en la sofística u otras corrientes filosóficas con la perfección en todo cuanto la persona realizaba en su medio circundante, mientras que la dignidad implicaba tener la capacidad legal, moral e intelectual que hacía merecedor al ciudadano griego o romano para conferírsele la autoridad de juez, por cuyo motivo se trataba de una función pública, pero a la vez era un oficio sagrado. Así, a quien le tocaba dar a cada uno lo suyo, recibía entonces el cargo de pontífice de la diosa Themis, deidad de la justicia en la mitología helenística.
En la antigüedad, debido a la ausencia del conocimiento científico propiamente dicho, todo el quehacer humano quedaba impregnado de la experiencia acumulada mediante la práctica de las actividades propias de antaño, tales como la religión, el arte y la milicia, por cuya causa el saber sobre el derecho y la justicia venían a constituir cuestiones sagradas. Luego, el juez en similar contexto histórico debía ser la más alta expresión de la dignidad y la virtud, mientras que en sentido contrario la impericia e ignorancia eran sacrilegios y fuentes de perjurio.
Adjunto de la virtud y la dignidad, la sabiduría equivalente a la prudencia era una cualidad consubstancial a la religión del juez. Así pues, el pontífice de la diosa Themis debía conocer como misión sagrada el derecho civil, cuyo contenido en su versión privada y pública regía la sociedad quiritaria de la antigüedad primitiva y arcaica de la civilización romana, pero también exornaban su perfil los atributos de hombre intachable, invulnerable e imparcial.
En honor a la verdad, pese a que entre los romanos a la jurisprudencia se le atribuía el mérito de ser la ciencia de lo justo e injusto, cabe advertirse que la nesciencia siempre fue prevaleciente a la sazón, pues el saber dotado de rigor metodológico vino a ponerse de manifiesto desde la modernidad en adelante, por tanto, surge como corolario que el derecho aquilató categoría de santidad o religión, cuyo intérprete de mayor categoría quedaba siendo el juez como pontífice de la diosa Themis.
De ahí resulta oportuno traer a colación que el juez pecaba de sacrilegio, tras incurrir en uno que otros actos calificados como desvirtuaciones o indignidades, tales como arrogarse competencia para condenar a enemigos o absolver a favoritos, por recibir soborno, debido a la avaricia, por cometer perjurio, en razón de la ignorancia o impericia, por imprudencia judicial mediante incumplimiento de las reglas procesales, o bien por obnubilación mental, al dejarse guiar de la iracundia, impaciencia u odio.
Debido a la fuerza de tales preceptos, Marco Tulio Cicerón, como representante genuino de la cultura grecolatina, solía preconizar que la religión del juez queda constituida en gran medida por la paciencia, por seguir la verdad, por sentir la felicidad derivada de la omnisciencia, por impedir la obliteración de la sana justicia, hasta el punto de que resulte más fácil desviar el curso del sol, antes que torcer la voluntad consueta del juzgador para dar a cada quien lo suyo, pues hacer la santidad del derecho implica evitar que el dinero pudiere corromper al excelso pontífice.
Como colofón, cabe parafrasear a Cayo Cecilio Plinio Segundo, otrora juez en víspera precristiana, quien dijo en letras lapidarias que nada era más glorioso que administrar justicia, tanto en asuntos pequeños como en grandes, en casa propia y por igual en tribunales. Así, tras haber sido pontífice, les solía conceder bastante agua a las partes, con lo cual quiso significar que profesó la parsimonia en pro de los abogados, otorgando turnos extras, a fin de permitirles argumentar y redargüir, por ser la clepsidra el cronómetro del tiempo en ese entonces, por cuya razón la paciencia fue su principal virtud.