A partir de la tradición judeocristiana, pudiera interpretarse que Dios reservó para un grupo de hombres y mujeres la carga onerosa de juzgar la conducta de sus congéneres, pero luego habría de recibirse la crítica acre o pacificada de los integrantes del pueblo, donde le tocaré a cada juez ejercer la función jurisdiccional propia de la nación jurídicamente organizada en Estado de derecho, sea bajo el prisma de la democracia parlamentaria o representativa, modalidades sociopolíticas que son inherentes a la cultura occidental.
A guisa de ejemplo, valga traer a colación los episodios neotestamentarios, recreados en los textos canónicos de Mateo y Juan, versículos iniciales de los capítulos 7 y 8, donde se hizo constar la sacrosanta prescripción bíblica, a través de cuyo contenido quedó formulada la archiconocida prohibición de que nadie juzgare para así evitar el mismo tratamiento, o bien el mandato deífico profesado por el emisario de Yahvé, permitiéndole a cualquier persona lapidar la mujer adúltera, siempre que estuviere libre de pecado.
A toda ultranza, cada juez, pese a existir la prohibición bíblica previamente recreada, está obligado a juzgar a sus congéneres, aunque perciba castigo mediante la crítica del pueblo que sea destinario general de sus decisiones. Esto así, porque el judicante rara vez puede cobijarse bajo la justicia salomónica, ejemplificada por el caso llevado ante el considerado rey sabio de origen judío, donde dos mujeres dirimían la maternidad de un niño, cuya solución mayestática iba a consistir en dividir la criatura en partes iguales, pero la verdadera progenitora rechazó semejante acto decisorio para salvar la persona pueril.
A sabiendas de que la justicia rara vez puede ser salomónica, el juez tiene que encarar cualquier dilema, visto como un problema o situación dicotómica, cuya solución técnica tiene dos respuestas antitéticas, por cuanto el judicante cuenta con una dualidad de opciones, o bien un conflicto soluble mediante alternativa o salida binaria o bivalente y siendo así se trata entonces de una confrontación dialéctica donde habrá un litigante perdedor, mientras otro contendor obtendrá ganancia de causa, tras recibir el mérito de la razón jurídica.
Al dirimir el dilema sometido a su consideración, el juez queda compelido a eludir los pecados capitales que suelen ser impeditivos de la correcta administración de justicia, tales como arbitrariedad o discrecionalidad desregulada, o bien abstenerse de decidir por capricho. De igual manera, el judicante ha de evitar la soberbia intelectual, por cuanto resulta impropio que procure a todo trance convertir la línea discursiva adoptada en palabra de Dios. Y otrosí tiene que resistir con acrisolado criterio la tentación de la venalidad judicial, complacencia amical o la tendenciosidad política.
Bajo la impronta de la filosofía moral, a todo judicante se le exige estar exornado de virtudes capitales, entre ellas sabiduría, prudencia, valentía, imparcialidad e independencia, en aras de poder cumplir con misiones y deberes propios de la judicatura, tales como dictar sentencias libres de errores judiciales, a través de la condigna motivación, ya que de este modo la solución técnica de los casos permite garantizar justicia con equidad, reivindicando entonces el Estado de Derecho, pacificación social y restauración del orden público previamente alterado.
Anteriormente, el historicismo jurídico-procesal, tras hundir sus raíces en la evolución social de los pueblos, terminó arrojando distintos hallazgos sobre los integrantes de la judicatura. Así, Carlos Luis de Montesquieu vino a perfilar el juez como boca muda de la ley, por cuanto el judicante sólo debía aplicar a secas el mandato del legislador, en tanto que luego Napoleón Bonaparte abrazó dicha idea, negándole a todo jurista la interpretación de sus códigos para evitar que fueran corrompidos.
A comienzos de la centuria pasada, Hans Kelsen, célebre autor de la teoría pura del derecho, permitió a fin de cuentas que el juez pudiere valerse de la discrecionalidad restringida, en presencia de la insuficiencia del acto legislativo. A contar de ahí, el judicante usando la intuición bajo regulación jurídico-procesal procuró hallar la solución idónea de cualquier caso, pero a sabiendas de que constituye misión imposible dictar sentencia dotada de contenido satisfactorio para las partes en conflicto, ya que la judicialización propia del debido proceso de legalidad constitucional rara vez da pábulo propiciatorio de la justicia salomónica, donde cada uno de los litigantes reciba paritariamente la razón jurídica, indefectiblemente habrá un perdedor.