Las elecciones de Turquía despertaron un inusitado interés en todas partes del mundo, y es que el resultado de sus votaciones tiene efectos importantes más allá de sus fronteras, no solo porque es un país importante en el ajedrez político internacional por ser miembro de la OTAN, e incluso tener bases militares de esta y de los Estados Unidos de América, sino porque el autócrata presidente Recep Tayyip Erdogan, quien la gobierna con mano férrea desde hace 20 años, es uno de los principales aliados del presidente Vladimir Putin, lo que naturalmente inquieta a los líderes de Norteamérica y Europa, especialmente en el contexto de la guerra por la invasión de Rusia a Ucrania.
Aunque por primera vez irá a una segunda vuelta, y sufre cierta usura del poder, Erdogan sale puntero con un 49.5% de los votos frente a su rival y candidato opositor, Kemal Kilicdaroglu, quien alcanzó un 44.9%, que representa un gran logro teniendo en cuenta las debilidades institucionales y las denuncias de abusos de recursos del Estado y medidas populistas, como un alza de sueldo a los funcionarios, la declaración mediante decreto de la gratuidad del gas y anuncios de hallazgos de petróleo y oro durante la campaña electoral, para tratar de remontar en las encuestas.
El mortífero terremoto acaecido en febrero pasado ha estado de telón de fondo de la campaña y seguramente lo seguirá estando hasta la segunda vuelta, pero aunque debajo de los escombros y de los millares de fallecidos hay un putrefacto olor a corrupción, que desnuda el crecimiento económico del que tanto se jacta el autoritario gobernante turco, y revelan los débiles fundamentos del auge de la construcción impulsada sobre la base del clientelismo que permitió un crecimiento sin control, que lamentablemente ha segado la vida de miles de personas y sumido en el luto y la ruina a tantas otras, al mismo tiempo paradójicamente existe el temor de que solo el líder que los ha gobernado durante las últimas dos décadas es capaz de reconstruir, lo que en parte se derrumbó por las falencias de autoridades irresponsables cuya codicia estuvo por encima de la ética y el sagrado deber de proteger a los ciudadanos, en un país enclavado en una de las zonas sísmicas más activas del mundo.
Los escándalos destapados por investigaciones del prestigioso diario The New York Times sobre las fallas que ocasionaron los derrumbes de complejos de modernos edificios mal construidos, con permisos obtenidos con base en sobornos quizás no sean lo suficientemente demoledores para impactar en los resultados del balotaje, en el que los argumentos nacionalistas en contra del líder opositor atacado de estar del lado de la minoría kurda, probablemente importen más que poner fin al entramado corrupto y la falta de institucionalidad, pero independientemente de esto deben servir de lección en países como el nuestro, en los que la regulación se acomoda a los intereses, y la falta de supervisión y control es la regla, que solo la providencia divina hace posible que no tenga más consecuencias nefastas.
Aunque los turcos veneran a Mustafá Kemal Atatürk, padre de la Turquía moderna, Kiliçdaroglu que lidera el partido fundado por él, el próximo 28 de mayo enfrenta el enorme desafío de poder cumplir con su promesa de “revivir la democracia” después de años de autoritarismo y represión estatal, en los que se ha reducido a la nada la autonomía e independencia de las instituciones, así como de reconstruir la frágil relación con Occidente. Por su parte Erdogan, seguirá vendiéndose como líder fuerte capaz de proteger al país frente a las amenazas internas y externas, y jugará todas las cartas a su alcance, incluso la de conquistar el apoyo del tercer candidato del partido nacionalista, o la de usar las denunciadas injerencias rusas, y lo peor es que las esperanzas que muchos tenían de que fracasara se desvanecieron, y para muchos es poco probable que la balanza electoral se incline a favor de su rival, resignados a lo que entienden será su casi segura victoria, aunque la esperanza sea lo último que se pierda.