De nada valen reglamentos, protocolos ni planes estratégicos en una institución, si no se incluye en la ecuación al personal humano destinado a su aplicación y seguimiento para que esté acorde con esos lineamientos.
De poco sirve el mercadeo o las inversiones astronómicas en la proyección y promoción de una marca en una empresa o el despliegue de una campaña con tecnología de punta, mientras los que la representan no se sienten reflejados, valorados y tomados en cuenta en ese engranaje operativo del que son, no “una”, si no “la” pieza esencial. Y no se trata de que estén bien remunerados (aunque también), más bien de que tengan la certeza de que su labor es necesaria y apreciada y no se sientan utilizados como un aparato inservible que pudiera sustituirse en cualquier momento por uno más moderno, (desinteresándolo con el pago de sus prestaciones laborales o jubilándolo), con lo que se pierde de vista que el peor promotor de un negocio es un empleado descontento, indiferente y desganado cuyo único arraigo sea el sueldo que recibe.
El primer contacto que tiene todo cliente es ese personal que puede ir afanoso a buscar la mercancía y prestar eficientemente el servicio solicitado o remitir sin contemplaciones a que se vaya a encontrarlo en la competencia. Una sonrisa de un trabajador y un trato afable de su parte, porque cree y se siente compromisario de la misión de la entidad donde labora, atrae más consumidores que el más genial de los instructivos o el sistema cibernético más moderno; ninguna inteligencia artificial sustituye la atención personalizada y afable de quien siente la empresa como algo propio. Al final y en esencia, todo deriva en el trato recibido y las diligencias practicadas, no es el qué, es el cómo y los usuarios son las víctimas o beneficiarios habituales del trato que les dispensan para obtener la satisfacción de sus necesidades.
En las estructuras corporativas se ha olvidado que tras ese cuadrito aparentemente insignificante en el organigrama hay un ser humano que puede llevar a buen puerto los objetivos de la gerencia o hundirla con una sola actuación displicente porque se siente ajeno a unos proyectos de los que posiblemente ha sido ignorado (o peor aún, no le importan) cuando es quien, a la postre, los ejecutará.
Si bien es cierto que el cliente siempre tiene la razón, aun para eso, tiene que haber un servidor consciente e identificado que esté dispuesto a concedérsela.