Obviamente, cada lector de la sentencia del caso Marbury versus Madison puede enterarse de que la pretensión de la parte actora en justicia fue denegada, pero precisamente por tal razón resulta un imperativo categórico para todo jurista preguntarse por qué esta decisión vino a erigirse en un precedente reivindicativo de la supremacía constitucional frente a cualquier acto dotado de materialidad normativa, hasta el punto de convertirse en un estandarte del pluralismo jurídico.
Toda sentencia es un objeto cognoscible, así que la decisión del caso Marbury versus Madison muestra un acto judicial que resulta asimilable bajo análisis pluridimensional, o bien entroncando la cuestión aporética en la normativa constitucional, donde confluyen factores ideológicos que buscan armonizarse, en aras de permitir entre los cohabitantes la convivencia democrática en el entorno territorial de la comunidad jurídicamente organizada en Estado, por cuanto responder la interrogante antes planteada propende a erigirse en un fenómeno complejo, pero digno de acometerse, pergeñando de ahora en adelante varios parágrafos.
A la par con dicha pregunta socrática, vale traer a colación que el juez ponente de esa sentencia fue John Marshall, conocido en su época como el gran jefe de la justicia angloamericana, hijo genuino de la ilustración, por cuanto intervino resueltamente en el debate ideológico suscitado entre las postrimerías de la centuria dieciochesca y comienzos del siglo decimonónico, con un discurso encuadrado dentro de los lineamientos políticos del partido federalista, entre cuyas figuras descollantes cabe incluirse a James Madison, considerado como el padre del constitucionalismo estadounidense.
Como instrumento difusivo, los militantes de esta organización de encuadramiento colectivo fundaron el federalista, órgano mediático que fue recipiendario de 85 artículos de hondo calado ideológico, escritos por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, a través de cuyo contenido esta trilogía de autores defendió a ultranza el ideario de esta facción, de suerte que desde ahí teorizaron sobre un poder judicial independiente y guardián de la supremacía constitucional, acerca de la garantía material de la separación tripartita de las funciones técnicas de los poderes clásicos, en torno a un sistema de frenos y contrapesos, así como respecto al principio de legitimidad democrática, a través de restringir el ejercicio del poder y otorgar la plena libertad a la ciudadanía.
Como observador realista, Alexander Hamilton se había percatado de la propensión humana hacia el ejercicio del control político, por cuanto en sus escritos publicados en el federalista llegó a sostener lo siguiente: Denle todo el poder a la mayoría y ella oprimirá a la minoría y viceversa. Así, partiendo de similar premisa experiencial, hubo de plantearse el principio atinente al sistema de frenos y contrapesos, en busca de situar a la jurisdicción angloamericana en el punto de equilibrio, por ser el cuerpo intermedio entre el pueblo, depositario de la soberanía popular, y las dos ramas receptoras del mandato representativo mediante sufragio directo o delegado.
En suelo estadounidense, los diseñadores del poder de nuevo cuño idearon una maqueta política, cuya pirámide decisoria estuviera distante de la otrora corona inglesa, pero lejos también de la susodicha fuerza mayoritaria muy presta a oprimir a la minoría. Así, los federalistas rehusaron replicar el parlamento británico en la constitución en ciernes, tras mirarlo en tierra angloamericana como la pasión reencarnada, o bien como la tiranía usurpadora de atribución, dictadura perpetua o despotismo legislativo.
De igual forma la judicatura europea tampoco era tributaria de la confianza social. Por eso, surgió en Francia la Corte de casación como un nuevo órgano ejercitante de la función nomofiláctica, pero también algo similar quiso lograr Hans Kelsen, tras diseñar la creación del Tribunal Constitucional en suelo del viejo continente para servir como legislador negativo, por cuanto semejante labor quedó a la sazón distante del control de los otrora jueces.
En fin, John Marshall usó la pretensión de William Marbury, simulando tener en el laboratorio social un conejillo de india, en aras de insertar en la consabida sentencia los argumentos suficientes para empoderar a la jurisdicción angloamericana, de suerte que así fuese el último intérprete del texto constitucional, creando en la judicatura el contrapoder de la mayoría, representada a la sazón por las ramas legislativa y ejecutiva, toda vez que los federalistas veían en el fuero de la minoría elitista el lugar idóneo de la razón.