La diferencia entre el chiste y el chisme es una letra, pero entre ambos hay un gran abismo, mientras el primero libera y satisface, el segundo, es pernicioso, irresistible, contagioso y hasta adictivo porque provoca seguidilla; talvez no sea un deporte, pero sí prácticamente una afición. De hecho, la industria de la chismografía ha subido de categoría, de patrimonio exclusivo de vecinas ociosas, a remedio infalible para eliminar, incluso, a un rival empresarial.
Las murmuraciones van mutando, partiendo de simples rumores, para convertirse en comentarios aviesos que, ciertos o no (su veracidad es lo de menos), en el trayecto pierden la fisonomía de su versión original, mientras se le van agregando datos y amplificaciones propios del boca a boca. Son conjeturas a granel que van creando una historia, tan ornamentada y fantasiosa, que ni siquiera su autor original luego la reconoce como suya.
Los chismes -adobados con envidia y sazonados con exageración- surgen del morbo de su proponente y le niegan la oportunidad de réplica al implicado ya que, si de sembrar duda se trata, poco importan las confirmaciones o denegaciones posteriores; no hay tutela judicial efectiva para garantizar el derecho de defensa de quien ha sido la víctima de esas declaraciones mal intencionadas, nada inofensivas. Cuando el río suena, no es que traiga agua o piedras, sino, que su caudal es solo un espejismo con un gran cúmulo de embustes. La condición de anonimato del que pone a rodar esa bola le sirve de resguardo como cobarde creador que, aunque empuja, se oculta en la apariencia de la ignorancia, cuando vuelve a él.
Están a la orden del día, desde los inocuos (si es que los hay) que aparecen por pura entretención, hasta los que manchan honras bien ganadas y lanzan lodo sobre trayectorias impecables. Es un veneno que, en su sutileza, quizá no es tan mortal como para ser una injuria, pero igual intoxica a su destinatario y contamina su alrededor con los consiguientes daños colaterales. Basta un tiro inicial para arrancar el hilo, luego con la complicidad de los cibernautas, el resto se entreteje solo, entre las suposiciones y la inventiva para construir tramas que, de tanto repetirlas, aparentan ser reales y pudieran envidiar las revistas del corazón o las novelas turcas.
En el fondo del precipicio, yace el objeto de inspiración del libelo, sin cuerda que se le lance que le sirva por lo menos para dar su versión. Es muy tarde para el villano favorito, ya ese monstruo de seis cabezas se ha engullido su buen nombre porque, toma toda una vida levantar una reputación y basta un vendaval para su caída libre.