Hace algún tiempo, alguien, ducho y diestro en el arte de leer entre líneas, me dio un curso intensivo de semiótica y de lógica indispensable para la lectura de textos. Tal aprendizaje, no necesitó ni de aula, ni de pizarra, pero tampoco de tiza, sino, de un simple y cotidiano error: la mala costumbre de leer, muchas veces, sin interpretar ni contextualizar lo leído. O dicho de otro modo, leer con el subconsciente condicionado por otras lecturas, otras opiniones o suposiciones.
De lo anterior, pongamos un ejemplo sencillo y común: la lectura (¿?) de una noticia cuyo texto habla de alguien que se refiere a algo; pero la fotografía que acompaña la noticia no es la del declarante. Inmediatamente, si la noticia o artículo tiene connotación política, económica o de farándula, empiezan las interpretaciones “oíste lo que dijo fulano” (el de la foto, aunque al pie ella aparezca otro nombre); y así por el estilo, hasta que alguien descubre el error (generalmente, el afectado), pero ya es demasiado tarde, pues para muchos –sobre todo, en la creencia o cultura popular- fulano ya dijo lo que dijo aunque de él solo haya aparecido su cara-fotografía que un medio, quizás, por ser una figura pública, erróneamente colocó en el cuerpo o ilustración de una noticia, reportaje u artículo de opinión. Generalmente, cuando esto sucede, el medio hace la aclaración oportuna, pero, lamentablemente, ello no detiene el morbo público –o creencia falsa sumaria- que, por tradición cultural o idiosincrasia, se queda tozudamente con la primera lectura.
Otro ejemplo resulta, cuando leemos a la ligera una declaración, un artículo de opinión, un informe, un análisis periodístico de fondo o una nota cualquiera, e interpretamos todo lo contrario al contenido o argumentos centrales del referido texto.
Generalmente, este lapso o error se da cuando prejuiciado o influenciado por nuestro subconsciente, sesgo político-ideológico, valores y creencias, o más común, una lectura rápida y superficial, nos aventuramos a emitir juicios de valor, a inferir, o peor aún, a endilgar pareceres o afirmaciones que jamás dijo o emitió tal o cual autor o figura pública.
Este último error es grave en todo sentido; pero resulta peor, si, más allá de hacerlo propalar o comentar entre amigos, consciente o inconscientemente, lo hacemos de dominio público poniendo de manifiesto, si no adrede, nuestra incompetencia (¿analfabetismo emocional?) en materia de lectura comprensiva, lógica y semiótica. Ante un hecho así y puesto en evidencia pública, no hay otra salida -ética-honesta-: que admitir el error, enmendarlo y pedir disculpas públicamente. Eso es válido y loable.