Durante casi tres años consecutivos, la tierra española empapó sus labios en la sangre de sus propios hijos, en una dura guerra que atravesó sus campos con fosas y trincheras, y holló sus flores bajo las férreas balas de las cargas enemigas. Una batalla cruel que desencadenó en cuatro décadas de dictadura, de desconfianza, de miradas hostiles que, semejantes a los nubarrones de un cielo turbado, nos hicieron recordar que todos, aún creados de la misma substancia, de la misma naturaleza, habíamos chocado en una contiendan intestina, nauseabunda. En una hecatombe fratricida.
Para el recuerdo de todos, sacrificados valerosos combatientes, en 1959 se erigió un símbolo de victoria, que recordara que el acero de la guerra, aunque no heriría más físicamente, tampoco se olvidaría. Ese sería el panteón del dictador y allí, aquellos prisioneros políticos, a los que el régimen sometió a trabajos forzados, que acarrearon piedras bajo la cruz para convertirlo en mausoleo, fueron enterrados. El árbol se conocería por el fruto y el fruto por el árbol. Al morir, el cuerpo embalsamado de Francisco Franco fue depositado en el mausoleo del Valle de los Caídos. Junto a él 34.000 víctimas de la Guerra Civil en fosas comunes. Un Valle de los Caídos que, a pesar de contar con víctimas de los dos bandos, se convirtió en una suerte de santuario para la apología del franquismo y de tributo de admiración a los que dejaron una mejor España.
En adelante, armoniosamente unidos por la democracia, cesaron de ser adversos, el amigo, el pariente, pero, a menudo la tierra sufre atormentada por una especie de cólico, de los que encerrados en sus entrañas buscan una salida. Los cadáveres de tal vergonzoso enfrentamiento, que con bestial furor fueron mutilados seguían allí, como gallarda presa de quien montó a caballo en lo más ardiente de la pelea por una causa propia.
¿Cuándo se convierte una persona de salteador en penitente? ¿Cuándo un símbolo puede recordar poder en vez de respeto por las almas perdidas? La exhumación de Francisco Franco, en el que el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Derechos de Estrasburgo, buscó que un lugar de titularidad estatal no prodigara ninguna apología ideológica, sino que rindiera tributo a los desaparecidos.
Arrancado de las entrañas de esa tierra y relegado a un justo recordatorio. Probablemente vil, renegado o pusilánime. Alejado de la buena cara y la buena conciencia, ahora Francisco en Paz descansa en paz en el cementerio de Mingorrubio. ¿Honor o bajar a lo más profundo del abismo? ¿Se habla con vanas palabras o con el corazón herido? Para mí, simplemente, un resarcimiento histórico.