Debido a la escolarización secularizada, el proceso formativo de los juristas quedó anclado en el paradigma del positivismo jurídico, máxime cuando vino a campear por sus fueros la teoría pura del derecho, prohijada en el caletre intelectual de Hans Kelsen, cuya sustantividad giró en torno a la eliminación pretendida del contenido metafísico de la otrora Jurisprudencia, en aras de forjarla como una disciplina científica, pero se trató de un vano esfuerzo que halló cobijo en el conocimiento matematizado imperante, propiciado en el seno de la Escuela de Viena.
Ahora bien, pese a que Hans Kelsen vio con ojeriza el conocimiento metafísico, cabe traer a colación que el derecho natural constituyó el primer esfuerzo concienzudo para dotar a la otrora Jurisprudencia de la consabida cientificidad, tras dejarse establecido durante el iluminismo dieciochesco que la ley es la relación necesaria derivada de la naturaleza de las cosas, según la tesis de Montesquieu, creador además del principio de la separación técnica y funcional de los poderes públicos.
En efecto, de la premisa anterior surge la necesidad de precisar que entre el derecho natural y el positivismo normativo existe unidad inescindible, por cuanto tales vertientes vienen a componer el sistema jurídico de cualquier nación organizada en Estado, toda vez que ningún legislador puede soslayar en el proceso instrumental de las políticas públicas convertibles en ley el principio universal de la dignidad humana, cuya sustancia objetiva da cabida a la teoría antropocéntrica, ya que el derecho ha de ponerse al servicio de la gente.
Desde una mirada en retrospección histórica, puede decirse que el antropocentrismo jurídico halla su raíz atávica en la sofística de Protágoras de Abdera, cuando dijo en su cavilación filosófica que la persona es la medida de todas las cosas, por cuya razón todo el pensamiento sobre el derecho subjetivo u objetivo suele girar en torno a la dignidad inherente a la mujer u hombre, canon primigenio extraído de la naturaleza humana para fungir como directriz general.
En el mundo hodierno, parece irracional ver el derecho natural con la ojeriza de antaño, motivado quizás en el tomismo teosófico, de donde vendría entonces su correlación con el catolicismo cristiano, pero hoy en día resulta harto sabido que de este tronco histórico provinieron los principios universales configurativos de la cientificidad de esta disciplina académica, entre ellos el canon primigenio que versa sobre la dignidad humana.
A decir de Javier Hervada, basta con ser persona para así gozar de semejante atributo, en tanto que la dignidad constituye excelencia, eminencia, grandeza, superioridad, bondad y nobleza, etcétera, que en verdad axiomática le pertenece a toda mujer u hombre, por su esencial naturaleza humana, habida cuenta de que ahí radica el criterio objetivo de la justicia, puesto que al juez, jurista por antonomasia, le queda prohibido parar mientes en otra condición a la hora de dar a cada quien lo suyo, según el derecho preexistente.
De ahí que el derecho natural, con base original en el aristotelismo, acuñado desde entonces bajo la nomenclatura de realismo jurídico clásico, debido a la objetividad preconizada, tras fundamentarse en principios universales, entre ellos la dignidad humana, la libertad, la vida, la igualdad, el dominio patrimonial y así sucesivamente, haya cobrado nueva fisonomía en el neoconstitucionalismo vigente en nuestros días, cuando las Cartas Magnas de hoy han reivindicado gran parte de su contenido histórico, cuyo epicentro se estriba en la persona de carne y hueso.
Y como muestra valga un botón, la Constitución vernácula de 2010, desde su preámbulo hasta el total recorrido por todos sus artículos, hace múltiples referencias del principio primigenio atinente a la dignidad humana, noción marco, cuya raíz atávica fue proporcionada como directriz general por el derecho natural, por cuanto resulta ser la bondad intrínseca e invariante de toda persona de carne y hueso.
A fin de cuentas, la vara usada para medir la justicia viene a ser la dignidad humana, sin parar mientes en que se trate de una persona pobre de solemnidad o plutócrata, ilustrada e ignorante, joven o anciana, mujer exornada de belleza sublime u hombre chungo, nativa o peregrina, pues ante todo el juez ha de darle a cada quien lo suyo, o bien la cosa debida, según el precepto jurídico aplicable en la solución de la cuestión intersubjetiva en conflicto.