No hay una palabra más navideña y añorada que la del aguinaldo, como representación del sueldo trece (conocido como regalía, aunque no es dádiva, sino un derecho adquirido del trabajador) que se recibe con júbilo cada fin de año por las labores rendidas durante los doce meses anteriores. Es tal su connotación festiva y su carga de alegría para el destinatario, que es el punto de arranque de la época, sinónimo de celebración, música, comida y encuentros entre amigos, aunque después entre el diluvio de la realidad económica.
Mientras el empleado aguarda expectante por su aparición, no ve la hora de que llegue diciembre y lo tiene prácticamente comprometido -mucho antes del momento de su entrega- el empleador también lo espera, pero con otro tipo de ansiedad, la de la incertidumbre de no tenerlo completo y de la necesidad de buscarlo hasta en el fondo de la tierra, si es que quiere seguir operando en enero porque ese es un tema de subsistencia en que el trabajador nunca entenderá que hubo pérdidas en el ejercicio social. Este es el salario extraordinario por excelencia que forma parte de la tradición navideña, con arraigo superior a las uvas y manzanas, de cuya existencia depende el placer de celebrarla porque no hay pascuas en ascuas, ni gozo sin gasto.
Ese desahogo presupuestal es el que permite cubrir las carencias del año, ponerse al día con los pendientes y dar un respiro a esas deudas que se resisten a desaparecer y que se vuelven un espiral cada vez más amplio y demoledor. Es la brisa de temporada, más agradable que el clima, más conveniente que los días de asueto y más satisfactoria que el mismo puerquito y los pasteles en hoja. Hasta la casa recibe la atención que merece para cambiarle la cara con la pintura, corregir las filtraciones y arreglar esa puerta desvencijada a cuyo sonido defectuoso se acostumbraron sus ocupantes hace tiempo o el tapizado que los muebles agradecen y, si la suerte la acompaña, recibirá electrodomésticos y otros ajuares como inquilinos.
Aunque se reciba con agrado a los familiares que vienen de fuera, ese ingreso adicional se aprecia en mayor medida porque solo así se alcanzan grandes planes y se logran inversiones que, de otro modo, no serían posibles. Los pesos extras caen en el bolsillo como agua al sediento en medio del desierto o al hambriento frente a un plato de comida y hacen creer que se es pudiente por 30 días, aunque se reciba el impacto de un enero avasallante que devuelve a las carencias de la rutina, pero sin arrepentimientos, porque ya habrá 365 días para recuperarse.